lunes, 12 de noviembre de 2012

Vacaciones Ideales

Hola a todos!!

Nunca creí que diría esto, pero he tenido el peor verano de mi vida. Tanto, que he necesitado un par de meses para superarlo y volver a retomar mi vida. Aunque no me he privado de nada, obviamente, se ha cumplido la famosa teoría que versa que "Si algo puede salir mal, saldrá mal". Esperaba ansiosa la época estival ya que es el privilegiado momento en que yo podía irme de vacaciones sin tener que inventar elaboradas excusas para que mis padres me pagaran los billetes de avión. 

Comencé con un viaje de pre-vacaciones. Es algo que hago para ir entrando en materia, un calentamiento.Y a ello suelo dedicar prácticamente los nueve meses restantes. Me gusta hacer las cosas bien. 

En principio, el destino debía ser algo poco ambicioso, que no exigiera de grandes derroches ya que el despliegue absoluto vendría con El Viaje de Verano, el principal. Así que después de estudiarlo mucho, elegimos como destino de pre-vacaciones Mykonos. Que lo mires por donde lo mires, encaja perfectamente con la descripción de destino económico. Y no me lo discutas porque ya me costó sudor y lágrimas que mi padre se lo creyera y no me quedan energías para más enfrentamientos. Desde que ese hombre aprendió a utilizar Internet, mi vida ya no es lo mismo. Bendita ignorancia. El caso es que estoy convencida de que alguien, en algún lugar del mundo, me odia mucho. Y razones no le faltan, desde luego. Aun así, no me queda otra opción que compadecerme de esta pobre alma descarriada que me desea el mal sin saber que bicho malo nunca muere.

Me encantaría decirte que Mykonos es una isla maravillosa, preciosa y llena de diversión y gente joven y alegre. Incluso podría postear algunas fotografías. Pero no va a ser posible ya que, al menos ésta que te escribe, no pisó jamás ese lugar. Es más, ni siquiera salí del aeropuerto. Me vi involucrada en un desafortunado incidente con la Guardia Civil, porque en un absurdo despiste que podía haberle ocurrido a cualquiera, llevaba mi DNI caducado. Desde hacía cuatro años. Era el carné falso que utilizaba cuando tenía quince años para entrar en las discotecas. 

No tengo ni idea de cómo ocurrió, porque hacía años que no lo veía. Un día lo perdí y pasé tanto tiempo buscándolo que cumplí los dieciocho antes de que apareciera. Y de repente, cuando ni siquiera recordaba su existencia, reaparece en el peor momento. Me costó mucho convencer a los señores de verde de lo que había ocurrido, remontándoles a su propio pasado, a sus quince años y a ese sentimiento de inadaptación. A la necesidad de infringir la ley por pura desesperación, solo para obtener un poco de aprecio y cariño de los demás. Para sentirse alguien, en medio de tanta crueldad juvenil. Puse todo el sentimiento en mis argumentos, con el fin de ablandarles el corazón. Y aunque apenas hablaron y sus rostros no mostraron ni un ápice comprensión ante el desgarrador relato de mi traumática adolescencia, al final decidieron creerme. Por agotamiento, supongo. Solo que para cuando habían acabado conmigo, el avión llevaba unos cuarenta y cinco minutos de vuelo. Sin mí y sin mis amigos. Aún no me han perdonado.

Pero como no desistí en mi empeño por disfrutar de unas pre-vacaciones que tan merecidas tenía, llamé al mejor hotel que conocía y reservé un todo incluído para toda la semana. Aunque bueno, el mejor hotel que conocía no tenía disponibilidad y tampoco habría podido pagarlo. Así que tras una sucesión de llamadas infructuosas a otros hoteles para discutir precios, acabé en un complejo familiar (muy cutre, aunque eso no me lo dijeron cuando llamé, claro) rodeada de niños gritones y padres borrachos.

Y cuando volví a la civilización una semana después, ya estaba lista para empezar a organizar El Viaje de Verano. Ésta vez, para no asumir más riesgos innecesarios, elegimos un destino cercano para evitar grandes desplazamientos y sus correspondientes incidentes. La intención inicial era recorrer en tren durante una semana el sur de Francia, pero al final, nada más lejos de la realidad. Nada más llegar a Perpiñán, me faltó tiempo para fracturarme la espalda. Mientras hacía que arrastraba mis maletas de malas maneras para que alguien se apiadara de mí y lo hiciera en mi lugar, parece ser que realicé un tirón especialmente entusiasta y mi espalda se bloqueó. ¡Qué dolor! 

Mis amigos se encargaron de todo y consiguieron llevarme a un médico que finalmente me diagnosticó lumbago. Siete años de carrera para llegar a esa conclusión. Me recomendó unas cuantas sesiones de fisioterapia si quería recuperarme cuanto antes. Y gracias a mi tarjeta europea sanitaria, ahora voy al masajista por la patilla. ¡Quién me lo iba a decir!

Y al día siguiente empecé con la fisioterapia. Estaba emocionadísima y entusiasmada. No veía la hora de estar tumbada sobre una camilla, con el sonido de cascadas y el rumor del viento, dejándome llevar por unas manos mágicas que me arreglaran la espalda y de paso la vida, llevándose a su paso todos mis quebraderos de cabeza. Y en fin, ¿qué quieres que te diga? Estoy bastante decepcionada... 

No tuvo nada, pero nada que ver, con lo que yo me había imaginado. Contra todo pronóstico, no paraba de rezar para que acabara pronto porque estaba sufriendo mucho. Me dolió terriblemente y el tipo ese actuó con premeditación y alevosía porque dónde mas me dolía, ahí se pegaba un buen rato apretando. Por no mencionar las suaves melodías de fondo y la delicada, aterciopelada e infinitimanente relajante voz de Snoop Dogg dándolo todo. ¡Un horror! 

Al principio, el masajista me puso unas toallas en la espalda y desapareció. Pero las toallas pesaban mucho y quemaban. Por Dios, ¡con el calor que hace! ¿En qué estaba pensando ese señor? Excepcionalmente, el día ha tenido unas agradables temperaturas de treinta y cinco grados a la sombra. Y resulta que el masajista era el único francés que no se había enterado. Pero conseguí relajarme porque el calorcillo, aunque me estaba haciendo sudar a chorros, me estaba haciendo efecto en la cintura y me molaba. Pero (ufff) quemaba mucho y cada vez más. Toda clase de imágenes de toallas que se prenden fuego y espaldas abrasadas pasaron por mi mente en esos interminables minutos, por lo que la relajación se esfumó tan pronto como había venido. Y cuando ya estaba a punto de darme la vuelta y lanzar la toalla (que pesaba mucho porque tenía esa cosa caliente dentro) por los aires, apareció el tipo y me la quitó.

Y empezó la tortura. Y no contento el personaje con estar destrozándome la espalda, ¡encima se pone a darme conversación! ¿Te lo puedes creer? Yo quería relajarme, no darle detalles a ese tipo sobre el tiempo que llevo aquí ¡o si estudio o trabajo! ¡Habráse oído mayor desfachatez! Después me dijo que debía fortalecer los abdominales y los músculos de la espalda porque la tenía hecha una piltrafilla llena de nudos y me enseñó unos cuantos ejercicios. ¡Lo que faltaba! Tiene que venir este individuo a decirme que además de amorfa, estoy gorda y fofa. El infierno, aunque a mi se me hizo eterno, solo duro una media hora. Y gracias al cielo, porque estuve a punto de romper a llorar en contadas ocasiones.

Y por extraño que pueda parecer, me encontraba un pelín mejor. Yo no daba crédito, porque después del masaje destructor, cualquiera podría pensar que mi espalda había quedado inutilizable. 

Pero ahí no queda la cosa, porque justo cuando salíamos del hotel estalló una tormenta a pesar de que estábamos a más de treinta grados y hacía un calor infernal. Pero no sólo eso, y atención porque lo vas a flipar: ¡¡¡GRANIZÓ!!!! Como lo oyes, y no un granizo normal y corriente (aunque ya me dirás que tiene de normal que granice en verano y con esas temperaturas) sino que eran pedruscos que abollaban los coches y hacían daño. ¡Y nosotros en moto! Una tragedia. 

Ah, si. Nos pareció muy divertida la idea de alquilar un par de motos en lugar de un coche para todos. Idea divertida porque, básicamente, fue mía. El caso, un montón de viento y nosotros en esa cáscara de nuez. A mitad de camino cayó La Granizada, que fue tan fuerte que tuvimos que parar a refugiarnos porque si no, moríamos agujereados. Yo estaba alucinando, nunca había visto nada igual, porque estaba viendo granizar y a la vez me moría de calor aunque estaba empapada de arriba a abajo porque llovía y granizaba a la vez (no olvides el detalle de la moto). Y aunque me puse un chubasquero, tenía los pantalones completamente mojados. Llegué tarde como te puedes imaginar, pero obviamente, no me lo tuvieron en cuenta.

La tormenta había decidido quedarse exactamente los mismos días que nosotros en Francia. ¡Qué casualidad! Íbamos de una ciudad a otra y una vez allí, nos atrincherábamos en el hotel y mirábamos por la ventana como la tormenta lo transformaba todo. Los breves espacios de tiempo que estábamos al descubierto, los pasábamos completamente aterrorizados por si nos caía un rayo encima. 

El cielo estuvo todos los días lleno de nubes extrañísimas y los rayos caían uno detrás de otro y por todos lados. Conseguíamos llegar siempre sanos y salvos y aunque te cueste creerlo, cuando paraba de llover o relampaguear, nos moríamos de calor aunque el cielo seguía enfadado. Por las noches se iluminaba todo y se oían unos truenos que daban auténtico miedo. ¡Pero era tan bonito!

Y éste ha sido mi verano, o al menos, lo más importante. Fuerte, ¿eh? Espero que ahora que he vuelto a normalidad, pueda empezar a planear mi próximo viajecito. Y que si no es mucho pedir, la casualidad, el destino, la suerte y la predicción meteorológica se pongan de mi lado. La vida a veces está llena de escollos, parece que he venido a este mundo a sufrir. ¡Qué injusticia!


La recomendación del día:  Las medicinas son engañosas. No te fíes. Nunca. Los médicos dicen que te curan pero es sólo un despiste para que te vayas de su consulta y ellos puedan dedicarse a cosas más importantes, como jugar al solitario en el ordenador. En el mejor de los casos son contraproducentes y en el mejor, completamente  inútiles. Si tienes una gripe, déjala estar. No te vas a curar, no insistas, tiene que pasar. ¡Que te cures bien!

sábado, 30 de abril de 2011

Madre No Hay Más Que Una

Hola a todos!


Mi vida nunca ha sido fácil. Y ya se vio venir desde antes que siquiera hubiese tenido tiempo de venir al mundo. Cuando mi madre estaba embarazada de seis meses (de mí, sobra decir), se llevó un susto y yo, un fetillo de nada, me di la vuelta. Que pensarás que fue un susto de muerte, algo horroroso que presenció mi madre provocando aquel desenlace. Pues déjame decirte que "el susto" tuvo lugar cuando mis hermanos rodaron por el suelo (sobre la colcha en la que mi madre los ponía a jugar) después de una trifulca sobre legos y playmobiles. Y ella, tal y como se indica en el manual de madres, temió por la integridad física de sus hijos temiendo que se sacaran un ojo con una barriguita o se lesionaran algún órgano si se clavaban un coche de carreras. Yo, ajena a la tragedia que estaba teniendo lugar allá afuera, recibí las ondas expansivas que mi madre me envió y lo mejor que pude hacer fue retorcerme en medio del líquido amniótico y quedarme del revés.

Esto no sería tan grave si no implicara el hecho de que el modo natural en que yo debía nacer, no podría darse. Debido a mi nueva posición (que ignoro si era más cómoda que la anterior, aunque lo dudo seriamente), el médico no vería mi cabeza en el momento del alumbramiento. Qué va, las vistas serían panorámicas y, desde luego, mucho menos agradables. Porque tal y como se esperaba, yo nací de nalgas. Sí, sí, al revés. Lo que se conoce como empezar con el culo, ese fue mi nacimiento. Y mi cabeza quedó durante unos segundos peligrosamente atascada. Pero por suerte era diminuta y todo fue éxito. Bueno, todo el éxito que pudo ser dadas las circunstancias.

A parte de eso, nací en otoño. Que no parece ser un gran problema a simple vista, pero a día de hoy, aún mi madre saca a relucir este dato siempre que tiene oportunidad (cuando no recojo mi habitación o llego a las tantas y monto un escándalo con los platillos del agua del perro). Empieza por argumentos sobre el orden y la educación que ella me ha dado, continúa con inspecciones de sanidad y acaba con su frase favorita: "Cría cuervos y te sacarán los ojos, que todavía me acuerdo del calor y las fatigas que me hiciste pasar aquel agosto. No me quiero ni acordar, a punto estuvieron de ingresarme la uci, niña desconsiderada". Y después esta lo del bajo peso con el que nací. Casi me meten en la incubadora, pero al final los médicos deshecharon esa posibilidad; supongo que porque no querían que alterara la paz beatífica de los otros recién nacidos con mi cara chupada y mi hocico de ratón.

Porque para añadir un punto más a la lista de las fatalidades de mi vida, era fea. Pero solo cuando nací, no te vayas a creer. Con los años, no ha quedado ni rastro de aquel lapsus de fealdad, te lo aseguro. Créeme, por lo que más quieras. Que ya bastante lloró mi madre durante mis primeros meses de vida. Si tenemos en cuenta que los únicos precedentes con los que contaba eran dos hijos preciosos, regordetes y rosados, cuando la pobre mujer vio aquel fardo arrugado y diminuto en sus manos, el mundo se le vino encima. Según sus propias palabras, parecía una ratilla y para que no me quedaran dudas gastó carretes y carretes (los de Kodak se hicieron el agosto en pleno invierno) haciéndome fotos durante todo un año.

Y resulta que salí traviesa. Sin duda un mero entrenamiento para lo que les esperaba a mis padres en el futuro. Las profesoras llamaban a mi casa día sí y día también para quejarse desquiciadas de mi mal comportamiento en clase, de que molestaba a mis compañeras y las pellizcaba y les mordía. Y de seguro que los sermones y los catigos no servían para nada, era algo instintivo que no podía evitar. Pero la anécdota preferida de mi madre, que no se cansa de contar, es la de cuando aprendí a caminar.

Resulta que estaba durmiendo en mi cuna, cuando tenía nueve meses, mientras mi madre limpiaba la cocina. Mi padre estaba trabajando y mis hermanos en el colegio, así que estábamos solas en casa. Y entonces, empecé a llamar a mi madre con mi voz de pito. Ella, sobresaltada, corrió a la habitación y cual fue su sorpresa cuando descubrió que yo no estaba allí y se encontró con la cuna tumbada en el suelo. En ese preciso instante se activó la alarma en su cabeza y comenzó una busqueda frenética e histérica mientras por su mente pasaban como diapositivas todo tipo de calamidades y desgracias. A todo esto, yo seguía llamándola ("Mamá, Mamá, Mamá...") con la única intención de acabar de volverla loca. Miró en todas las habitaciones, debajo de las camas, dentro de los roperos, incluso abrió la tapa del váter. Al final, decidió mirar en el salón aunque la puerta era corredera y era prácticamente imposible que yo la hubiese podido abrir. Y resulta que cuando abrió la puerta con tal fuerza que temblaron las paredes de toda la casa, allí estaba yo. En la gran mesa redonda del comedor, en el centro, justo en el centro, muerta de risa y contentísima de que al fin me hubiesen encontrado. Sin poder dar crédito, mi madre empezó a llorar de nuevo.

Puede dar la impresión de que mi madre es una llorona y, ahora que lo pienso, puede que lo sea. Porque no solo lloró el día que aprendí a caminar; también lloró el día que me subí a una silla y me asomé a la ventana en pañales y a grito pelado empecé a llamar al conserje para saludarlo; y el día que descubrió que cada mañana, muy temprano, entraba en la habitación de mis padres y sigilosamente dejaba caer, una a una, todas sus joyas desde la ventana (es un deseo oculto, perverso y absurdo de ver caer todo tipo de objetos desde la alto) y el día que llegué a las cinco de la mañana y puse un calentador al fuego y me quede dormida antes de ponerle la leche y casi prendo fuego a la casa.

Probablemente no haya sido la hija con la que soñaba mi madre cuando se quedó embarazada, pero para hijos tranquilos y responsables ya tiene a mis hermanos. A mi familia le hacía falta un poco de entretenimiento y de acción y para eso vine yo al mundo. En cualquier caso, yo si tengo la madre que cualquier hija pueda desear, porque a pesar de todo, aún no me ha deseheredado ni me ha echado de casa y eso es más que suficiente.

Kendra.


Mi recomendación del día:  “La maternidad es la vocación más noble de la tierra. La auténtica maternidad es la más bella de todas las artes, la más grande de todas las profesiones. La mujer que pinta una obra de arte o la que escribe un libro que influya en millones de personas merece la admiración y el aplauso de la humanidad; pero la que críe con éxito a una familia de hijos saludables y hermosos, cuyas almas inmortales tengan ascendiente a través de las épocas después que las pinturas se hayan desmerecido y que los libros y las estatuas se hayan deteriorado o destruido, merece el más alto honor que el hombre pueda rendirle.” David O. Mckay.

¡Feliz día de la madre! A la mía en especial, que me ha dado tanto sin esperar nada a cambio y que me ha enseñado a encontrar siempre el punto cómico y divertido de las cosas, ya que sin ello, jamás habría podido contar tantas cosas aquí. 

domingo, 17 de abril de 2011

Desamores Inolvidables

Hola a todos!


Hoy quiero confesar cual Pantoja (pero sin bigote) que yo nunca he tenido suerte con los chicos. No creas que me refiero a lo que siempre se dice cuando una relación se acaba, yo no exagero; es que nunca he sido afortunada en el amor. Pero jamás. Y tu dirás que al menos, como consuelo, he de ser buena en el juego. Y créeme que si ese dicho fuera cierto, a día de hoy sería millonaria gracias a todo tipo de azares. Pero me consta que no, porque cuando fui a visitar a una amiga que estaba viviendo en Arizona y pasamos un fin de semana en Las Vegas, aquello acabó siendo la mayor quiebra conocida por el hombre. A buen seguro que el crack del 29 fue una anécdota divertida comparada con el despilfarro de dinero que se llevó a cabo allí. De modo que puedo asegurar y aseguro, que soy tan desgraciada en el amor como en el juego. Van casi a la par, como hermanos siameses.


Y si al menos supiera cual es el problema, el fallo que hace que todas mis relaciones acaben en fracasos absolutos, tendría algo por lo que guiarme. Pero es que no tengo ni idea, se me escapa de las manos totalmente. Claro que casi estoy convencida que con toda probabilidad no es culpa mía. Bueno, culpa mía si es por fijarme en imbéciles redomados. Pero dejando a un lado ese detalle, mis relaciones acaban siempre por culpa del otro. Y cuando digo otro me refiero, obviamente, al imbécil redomado. A cual peor. A toro pasado no logro explicarme qué les vi en un principio para considerarlos candidatos a lograr el pomposo título de "Hombre de mi vida". Porque seamos francas, todo hombre sobre la faz de la tierra tiende, tarde o temprano, a ser considerado digno de selección. No me digas que no: el que se sienta enfrente en la sala de espera del médico, el del coche de al lado en el semáforo o ese con el que te lanzas miraditas furtivas en la discoteca. Todo bicho viviente, dicho bicho en el término más amplio de la palabra, en un determinado momento te hará fantasear con la posibilidad de pasar el resto de tu vida con él. Perspectiva que no siempre se refleja en la realidad.


En mi vida ha habido de todo, pero sea como sea, todo siempre acaba como el rosario de la aurora. Drama, lágrimas y objetos varios volando por los aires. Los ha habido acaparadores, convertidos en un anexo de mi persona, pegados como velcro a mi piel. De esos que no paran de decirte lo guapa, divertida y maravillosa que eres cada cinco minutos, que miran al cielo con los brazos abiertos y exclaman "Dios, ¿qué he hecho para merecer a una mujer tan fantástica como ella?". Vomitivo en cualquier caso. Luego han estado los celosos con tendencia a la psicopatía que han hecho mi vida imposible durante un breve periodo de tiempo. Tan posesivos que practicamente controlaban hasta mis expresiones corporales. No exagero, hubo uno que incluso me pedía (por no decir que me obligaba) a hablar sin utilizar las manos. ¿Has oído mayor estúpidez? Todo el mundo sabe que eso es imposible. O aquel que me suplicaba que usara siempre mis gafas de leer, aunque no estuviera leyendo, solo comiendo o paseando por un centro comercial. Nunca me quedo clara la finalidad de su petición, pero sospechaba que era para que no se me viera bien la cara.


Durante un tiempo sentí debilidad por chiflados enfermizos con manías persecutorias y tics nerviosos. Hubo un chalado en especial que durante dos meses estuvo absolutamente convencido de que le seguía un detective privado contratado por su padre para saber si fumaba (tabaco). Aunque él tenía casi treinta años. El caso es que andaba siempre mirando a todo el mundo con hostilidad y no permanecía más de diez minutos en el mismo lugar, para despistar. Cuando conducía, creía que el coche que iba detrás era el del detective misterioso y cuando el pobre conductor inocente e ignorante de tales acusaciones se desviaba en un cruce, por extraño que parezca, su seguridad aumentaba y decía "Te crees muy listo, ¿verdad? Sé perfectamente cual es tu juego". Y cuando a los pocos minutos otro coche nos alcanzaba y ocupaba el lugar del anterior tras nosotros, gritaba: "¡Ajá! ¡Lo sabía! Has cambiado de coche, pero a mi no puedes engañarme!".



Y también estaban los pasotas, descuidados, olvidadizos. Que pasaban de mí, para que me entiendas. Llegaban tarde a las citas, olvidaban los aniversarios, nunca me invitaban a cenar, no me presentaban a sus amigos y cosas por el estilo. Pero, inexplicablemente, eran los que más me enganchaban. Quizá sea tan sencillo como que el hecho de que olvidaran mi existencia hacía que me obsesionaran más. Y te garantizo que no era fácil enamorarse de un chico al que cuando le decía: "¿No me notas nada diferente?", cuando me habia hecho un corte de pelo moderno y original, él me mirara con detenimiento durante unos largos minutos y al final, respondiera cosas como: "¡Eh, si! ¡Ya no llevas el piercing en la nariz! Estás mejor así". Aunque yo jamás he llevado un piercing en la nariz. Pero me sentía febrilmente atraída por ellos, por ese aire despreocupado y ausente e independiente. Escurridizos, así los definiría. Me costaba horrores convencerlos de que nos viéramos y aunque solían acceder, normalmente olvidaban el día o la hora o el lugar. Era un infierno y una tortura, pero nunca había sido tan feliz como cuando estuve con chicos así. Ahora me prendería fuego si tuviera que volver a pasar por ello, claro está.


Supongo que en algún lugar de este enorme planeta, existe un hombre medianamente normal para mí. Aunque después de haber recorrido ya medio mundo y dados los infructuosos resultados no estoy muy convencida de ello. Quién sabe, igual tendré que salir de este planeta y explorar más allá de los confines de esta civilización. Porque un hombre bueno, atento, cariñoso, amable, educado, divertido y guapo (todo en su justa medida), de seguro que es extraterrestre. Ya puestos, ni siquiera pido que sea guapo, me conformo con que sea normalito, sencillo. Puedo pasar con un chico con siete dedos en cada mano o tres agujeros en la nariz. De verdad, es preferible que sea amorfo a que sea un pirado, te lo digo yo.


Kendra.


Mi recomendación del día: No olvides que nunca que en cualquier discusión, tú tienes razón aunque no la tengas y el que intente convencerte de lo contrario (no siempre con la suficiente educación) no hace más que negar la realidad. Así que lo mejor que puedes hacer es compadecerte y mirarle con lástima. Ya recapacitará, no te inquietes. Y para quitar las penas, pásate por el blog  El Descampado Africano. Una buena perspectiva de la vida con un entrañable acento canario. Te divertirás. ¡Que discutas bien!

domingo, 10 de abril de 2011

Un Momento Para Olvidar

Hola a todos!


Sé que llevo mucho tiempo sin contarte nada. Lo siento. Pero no me lo tengas en cuenta ni me guardes rencor, tengo una razón de peso. Estaba en coma. No me malinterpretes, no he estado ingresada en un hospital y no, tampoco se trataba de un coma etílico, que sé que era lo que estabas pensando. ¿Por quién me tomas? Soy toda una profesional y el alcohol ya no me da ni resaca. No se trata de nada de eso, es que quedé con un chico. ¿No te parece suficiente?

Como todo el mundo sabe, la primera vez que quedas con un chico, por lo general, todo tiende a salir mal. Los nervios, la timidez, ese spaguetti que sale disparado cual reptil y se te restriega por la cara dejándote unos estéticos y bonitos trazos de salsa de tomate por frente, cachetes y pelo. Ya sabes, lo típico. Pues yo ya contaba con todo esto y el valor añadido de mi mala suerte y la certeza de que en otra vida fue alguien muy cruel y despiadado. Y no te creas que el chico en cuestión era gran cosa. Quizá lo digo en retrospectiva, pero supongo que es la única manera de salir adelante. Si te dijera la verdad, que era guapísimo y altísimo y fuerte y maravilloso, la realidad sería aún peor. Así que prefiero creer que en realidad ni siquiera tenía abdominales y que tenía verrugas en la espalda y cosas así. Si pienso que era espantoso y me lo creo de verdad, la situación deja de ser, aunque sea por unos segundos, menos bochornosa.

Todo empezó cuando llegué al lugar donde habíamos quedado, que aunque llegué cuarenta minutos tarde eso no fue lo peor. Una de las tiras de mis sandalias se había roto y yo tenía que andar casi arrastrando el pie, por lo que mi tarjeta de presentación estaba muy lejos de ser elegante y sofisticada como yo esperara que fuera. Y yo no tuve nada mejor que hacer que contarle la verdad con lo que pretendía ser desparpajo y frescura pero que rozó peligrosamente los límites de lo patético. Por suerte, él tuvo el detalle de no darle importancia. Y fuimos a pasear. A mí eso de pasear no se me da muy bien, más que nada, porque nunca he comprendido ese concepto. Nunca sé si debo caminar despacio, lentamente, como si no fuera a ninguna parte o, si por el contrario, debo darle un poco de brío a mis pasos y parecer alegre y vivaracha. Y ahí me tienes, dando un paso adelante y otro atrás tratando de pillar el tranquillo al asunto. Definitivamente, no fue una buena idea y hasta él se dio cuenta porque como si fuera la mejor idea del mundo, decidió que podíamos ir al cine. Y a mi el cine me aburre muchísimo. Allí no se puede hablar ni mucho menos mantener una conversación civilizada donde dar a entender que no eres una completa lunática, sino que eres un ser maravilloso y delicado con un gran sentido común y madurez y responsable y, bueno, todas esas chorradas con las que se pretende impresionar en las primeras citas. Propósito, permíteme que te diga, que se mantiene firme apenas unas semanas. Tiempo tras el cual, el periodo obligatorio se caduca y ya una puede volver a ser como siempre.

El caso es que tuve que decirle que sí porque si no habría dado a entender que soy caprichosa y malcriada. Que es exactamente lo que soy, pero él no podía saberlo aún. Así que fuimos al cine y te aseguro que no podría decirte nada sobre la película que vimos, ni siquiera el título. Solo sé que él comentó algo sobre una muy buena que acababan de estrenar y divagó brevemente sobre actores y presupuestos y cosas que no me importan lo más mínimo. No escuché las palabras comedia, romántica o Brad Pitt, por lo que la película no merecía siquiera que pagara la cantidad astronómica que, naturalmente, él pagó por las entradas.

Y donde todo se fue básicamente al garete, fue en esa sala infernal, gélida y oscura. La película, un tostón y mi acompañante, un conversador bastante difícil. No había manera de sacarle una sola sílaba, por lo que todo el peso de la conversación recayó sobre mí. Y no creas que me importó. Qué va, en abosoluto. Se me da muy bien esa tarea. Y lo hice lo mejor que pude, debo reconocer. Quizá no es políticamente correcto o aceptable hablar en el cine, pero ¿qué otra cosa podía hacer? No me había comprado ni una triste barrita de Lion porque tuve la osadía de mentir diciendo que no me gustaba para nada el chocolate. Así que no tenía con qué distraerme.

Cuando habían pasado al menos cuatro horas de abominable película y yo estaba enfrascada en una interesante conversación (unilateral, sobra decir) acerca de las ventajas e inconvenientes de los zapatos de tacón en la vida cotidiana, resulta que un agradable señor de la fila de atrás se me acercó y me dió unos toquecitos en el hombro. Cuando me giré y le ví, lo primero que pensé fue que la película debía ser realmente atroz para que la tercera edad estuviera interesada en verla. Por entonces, mi acompañante parco en palabras, ya me había empezado a caer un pelín mal. "Es usted una muchacha demasiado bullanguera y veleidosa", me susrró entonces el señor. Absolutamente enternecida, le miré toda dulzura, y le sonreí casi beatificamente. "Muchas gracias, señor, es usted muy amable", le respondí. Es exactamente lo que me escribe mi madre en las tarjetas que me regala por mis cumpleaños. A veces varía un poco y escribe "jaranera y veleta", pero siempre en la misma línea: cariñosa y sobradamente orgullosa de mí. Pero me parece que el señor no me entendió bien, porque al punto se levantó indignado y algo escandalizado y bajó aquellas escaleras diminutas y tremendamente incómodas como alma que lleva el diablo. Estupefacta, traté de recuperar el hilo de la conversación y continué hablándole a aquel perfil perfecto y divino.

Y no te vas a creer que diez minutos después volvió a aparecer el agradable viejecito. Me alegré mucho de verle, porque quería explicarle lo que le había dicho para que lo entendiera bien. Pero entonces me señaló y me atrevería a decir que estaba furioso. Se acercó a mí un hombre con pajarita, que solo por eso, no me debía haber tomado la molestia ni de mirarle. Me dijo que había recibido quejas sobre mi actitud y que estaba molestando a los demás clientes de la sala. "¿Quién, yo?", pregunté atónita. "¿Está usted seguro?" Y entonces dije lo que dice cualquier persona a la que mandan a callar en el cine, por norma general: "Pero si yo no he hablado" y además, tal y como indica el protocolo, me mostré de lo más inocente y asombrada dando a entender que era la idea más ridícula y descabellada que ha tenido alguien jamás. Y lo que ocurrió a continuación es demasiado embarazoso y desagradable como para contártelo. Solo te diré que mi cita acabó poniéndose del lado de todas aquellas treinta y cinco personas que me atacaban y me injuriaban. No me volvió a llamar, pero me queda el consuelo de saber que ni él ni ninguno de los demás se enteró jamás del final de la película, si es que tenía un final aquella basura.Yo particularmente, me presto a una buena discusión que incluya grandes aspavientos y amenzas veladas con todas las personas que vienen a interrumpir una buena e interesante conversación, cuando soy yo la que debería estar molesta porque ese cacharro tiene el volumen a una potencia de dieciocho mil millones de voltios y me veo obligada a elevar varias octavas el tono de mi voz para hacerme escuchar por encima de tanto jaleo.



Kendra.


Mi recomendación del día: Más vale que te fijes muy, pero que muy bien, en el tiempo que hace antes de salir de casa. Porque puede que decidas salir sin una triste rebeca y apenas diez minutos después empiece a llover a cántaros como no has visto llover en tu vida. O que te de por coger tu chaqueta de cuero con capucha de pelo el día que la ola de calor ha decidido llegar a la ciudad y pasarás tanto o más calor llevándola a rastras todo el día que si la tuvieras puesta. ¡Que te asegures bien!

miércoles, 30 de marzo de 2011

Alegrías del Vivir

Hola a todos!

Hoy me he llevado una alegría tremenda. He hecho un descubrimiento grandioso, monumental, inmenso, espectacular. Grande, vamos. Resulta que tengo tres nuevos amigos y resulta, además (esto es lo mejor de todo), que están tan pirados como yo. Sé que te cuesta creerlo, pero es cierto. Al principio sospeché un poco y desconfié de la naturaleza de tanta imbecilidad. Pero era real. Muy real. Sólo puede haber una fuerza celestial detrás de tanta mala suerte y locura desmesurada. Y ahora me siento mucho mejor, más relajada, más comprendida. El sol brilla con más intensidad, el césped es más verde de lo normal, el aire se respira más puro y todas esas chorradas que se te hacen obvias cuando eres feliz.


Porque mira que nos vuelve estúpidos la felicidad. Para empezar es un sentimiento indescriptible que identificas cuando un escalofrío comienza a recorrerte desde la punta de los dedos de los pies hasta la última raíz de tu pelo más rebelde. O, como en mi caso, te da por vomitar de pura emoción. Y entonces ves el mundo con otros ojos; ahora todo es más bonito, porque simplemente, tu paisaje interior se refleja en el paisaje exterior. ¡Es maravilloso! Las personas son más amables, los pantalones vaqueros ya no te parecen tan caros, tus ojeras te dan un toque interesante y sensual. Vamos, que te vuelves majara perdido, como cuando te enamoras, pero peor. Porque el amor viene y se va y, en cualquier caso, tiene un destinatario concreto al que dirigir toda tu dicha. Pero la felicidad, esa compañera engañosa, puede venir disfrazada de cualquier manera. Aprobaste el examen de conducir, te entró la falda del verano pasado, descubriste que la nueva novia de tu ex es un orco y esas cosas. Hay mil motivos para ser feliz, para sentir esa sensación abrumadora de éxtasis que te hace parecer retrasado mental.

Dejas de estar abatido todo el día, deprimido y preguntándote qué es la felicidad y qué se siente cuando eres feliz. Ya no te detestas cuando te ves en el espejo, ya no te sientes como una foca sebosa, desparece esa sensación de inadaptación, de sobrante. Nada de eso. Incluso te desconcierta la sola idea de haber creído tales cosas. En un estado de felicidad absoluto, no tienen sentido esos pensamientos autodestructivos tan trillados en el día a día. Muy al contrario, ahora te sientes bella y delicada cual flor recién nacida. Ahora eres una sílfide, una diosa, una criatura única y especial, digna de amor y cariño.


A ti te resbala que la gente te empuje y te insulte cuando camines por la calle, sonriendo y saludando a todo el mundo, compartiendo tu estado de ánimo, contagiándolo al resto de la humanidad. Porque ahora todo te parece bello: los feos, los guapos, los imbéciles. Nada puede minar tu alegría. Ni siquiera ese taxista que te lleva por el camino largo para cobrarte más porque de todas maneras, pensabas donar tus ahorros a los pobres, ya tú eres demasiado feliz; ni que se te haya acabado la loción hidratante, porque ahora tu piel desprende un aroma natural a canela y espliego; ni siquiera esa chica que se sienta enfrente de tí en la cafetería, que se parece a Mª José Campanario, la pobre. ¡Nada!


Pues el caso es que hoy, cuando volvía a casa desde Barcelona (fui a ver a unos amigos que están estudiando allí y me habían invitado, no a ir a la bibloteca a estudiar con ellos, no, sino a salir de fiesta durante cuatros días seguidos. Y claro, no pude decirles que no). Yo estaba en esa odiosa cola (una de las muchas que tienes que hacer en el aeropuerto), esperando para que revisaran por enésima vez mi tarjeta de embarque y me dejaran subir al avión. Te puedes imaginar la resaca que tenía. Estaba hecha polvo y solo tenía ganas de dormir durante una semana. Y entonces escucho una conversación a mis espaldas, que, no sé por qué, logró captar mi atención. Quizá fuese el hecho de que se estuviesen planteando cuestiones realmente interesantes, como "Tío, si tú vas al baño en el avión y tiras de la cadena, ¿a dónde va todo el emboste?" o "¿Y si se atasca?". Luego empezaron a ser cada vez más gráficos como si no fuese suficiente estar hablando de esos temas a esas horas de la mañana. Y cuando ya me estaba empezando a marear y a sentir náuseas por una descripción especialmente entusiasta sobre el proceso de desechos cayendo al vacío y tocando tierra, me giré burscamente y les miré con los ojos entrecerrados. Dejaron de hablar al instante y les dí las gracias, ya empezaba a sentirme mejor. Pero esas carillas de asustados y avergonzados, me habían ganado. Pobrecillos, no tienen otra cosa que hacer. Seguro que jamás han tenido novia estos pobres desgraciados. Así que me apiadé de ellos y tuve el detalle de tratarlos como si fueran personas humanas. Ellos, claro, no daban crédito. Pero, regalándoles el placer de mi compañía durante el vuelo, acabamos haciéndonos amigos del alma y llevamos todo el día quemando la BlackBerry.

Y eso que cuando los conocí (a cual más repugnante) jamás pensé que acabaría echándoles de menos. Pero tengamos en cuenta que llevaba cuatro días de fiesta y mis niveles de felicidad rebozaban los límites establecidos. Y, aunque deteste reconocerlo, lograron aumentar aún más mi alegría cuando descubrí que los dioses que les habían tocado a ellos eran incluso más burleteros y crueles que los míos y eso, francamente, no era fácil de conseguir.


Kendra.


Mi recomendación del día: Yo siempre había querido ser invisible, hasta que me di cuenta de que si era invisible, podría hacer muchas maldades y reírme mucho pero nadie sabría que las había hecho yo y eso no tenía ningún mérito. Por lo que te aconsejo que si aspiras a algún super-poder, te inclines más por cuestiones de velocidad o fuerza física y esas cosas. Porque al menos, podrás alardear y los demás te creerán si pueden verlo con sus propios ojos. ¡Que elijas bien!

lunes, 28 de marzo de 2011

Para Empezar Bien La Semana

Hola a todos!

 ¡Qué asco de lunes! Un día de pena, eso es lo que he tenido yo hoy. Pero no creas que me ha sucedido algo terrible y espantoso, no, es que es lunes. ¿Qué más quieres? Siempre me propongo no levantarme de la cama los lunes, pero siempre está mi padre ahí que entra silbando y dichararero como si fuera sábado a las seis de la tarde y abre persianas y ventanas para que vea el día tan bonito que hace. Como si a mi me importara eso. La cama está calentita y acogedora y no tengo ninguna intención de salir a esas horas de la madrugada, como siempre le digo. Y todavía tiene la desfachatez de decirme que me paso el día durmiendo. A veces también utiliza otra de sus tácticas preferidas, que no es otra cosa que gritar: "¡Venga, arriba todo el mundo que son las doce del día ya!". Y claro, yo a veces me lo creo y salto de la cama como si fuera el payaso de una de esas cajas de broma y me pongo en marcha porque me estoy perdiendo la novela. Y resulta que cuando llego a la cocina el reloj ni siquera marca las ocho y media de la mañana. Lo peor de todo es que él se divierte con estas cosas.

Pero los lunes son un tema aparte. Una desgracia que ha caído sobre toda la humanidad para pagar por nuestros pecados. Hasta donde yo sé, los días laborables están básicamente diseñados para recuperarse de las juergas del fin de semana y no al revés, como piensan algunos chalados que hay por ahí. Hay que estar muy mal de la cabeza para tener esa mentalidad, la verdad. Los lunes no son más que días de calamadides y no me digas que no. Es como levantarse con el pie izquierdo, nada de lo que hagas ese día te saldrá bien. Para empezar, el despertador o no suena o no lo oyes (varía según las versiones), con lo cual tu humor es de perros y te lanzarías al cuello de todo el que se atreva a mirarte.

Luego está lo del desayuno. Un lunes esas cosas nunca salen bien, porque por lo general, existen aún algunos átomos de alcohol en tu sangre que te hacen actuar como un sonámbulo. La leche nunca va directamente desde el bote a la taza, eso es por norma general. Siempre hay un chorro que sale disparado y lo pringa todo y como tu puntería brilla por su ausencia, la mitad cae por fuera y la otra mitad se desparrama por toda la mesa y tú te dices cabreada que no lo piensas limpiar. A vacilar, al parque, el tetra brick de las narices. Y para completarlo, cuando lo vas a poner en el microondas, como ves doble y no puedes enfocar bien, la taza choca con el platito y la mitad se vacía dejando el microondas perdido de leche. Pero, por supuesto, eso tampoco lo vas a limpiar. A mi nadie me torea, eso lo tengo muy claro. Y desayunando tu medio vaso de leche, te empotras alegremente una galleta por el cachete porque así de aguda te has levantado, y metes con una precisión asombrosa, la cuchara en tu ojo, a punto de estirpártelo.Como una amiga mía que en una ocasión, decidió alimentar su pómulo derecho con una rica tarta de chocolate del Vips; aunque en su defensa he de decir que llevaba tres días celebrando su cumpleaños y sus sentidos estaban aletargados y prácticamente estaba quedándose dormida en la mesa.

En cualquier caso, lo mejor que puedes hacer es lavarte la cara, con la vaga esperanza de arreglar en algo el día tan abominable que llevas aunque solo son las siete de la mañana. Pero como la suerte te acompaña, el grifo del baño se acaba de romper, en exclusiva para tí, y el agua (helada) sale disparada en todas las direcciones, sobre todo hacia lo que sería tu persona. Y cuando, dos minutos más tarde, reaccionas y cierras el grifo a toda prisa, resulta que te has salpicado de agua hasta por la espalda. Te miras en el espejo, miras tu cuerpo, mojada y chorreando y vuelves a mirarte en el espejo. Y entonces, te gruñes como un perro. A lo mejor realmente creemos que, como los perros, podemos sacudirnos y secarnos en un periquete. Pero, aparte de una cara de cabreada horrenda, sigues igual de mojada que antes.

Te vas a vestir y con la tontería ya has perdido casi veinte minutos. El tiempo apremia y solo te faltan los zapatos, pero necesitas antes unos calcetines. Busca, rebusca, vacía tu cajón de los calcetines, pero no te canses demasiado porque te puedo asegurar que no encontrarás dos calcetines iguales. No te caerá esa breva. Así que, te toca ponerte ese de Lisa Simpson rosa y rojo y ese otro que tiene unos cohetes y unas estrellas. Un resultado que ni pintado. Que solo faltaba que fuese uno de esos días que nuestras madres nos han vaticinado desde que existimos. El día en que te ocurrirá algo en la calle y te llevarán al hospital y por lo que quiera que sea, te quitarán los zapatos. Y allí estará Lisa sonriente y los cohetes despegando solo para convencer a los médicos de que no se puede hacer nada más por tí. Es mejor sacrificarte.

Para rematar, el ascensor no funciona. Toca bajar los ocho pisos por las escaleras, corriendo y haciendo un escándalo tremendo, tú y tus calcetines combinados. El coche no arranca y resulta que un imbécil ha pegado su coche tanto al tuyo que parecen hermanos siameses unidos por las puertas. No consigues sacar el coche sin dejarle una bonita línea a lo largo de las dos puertas, para contemplar, presa del desconcierto, que el coche del imbécil no tiene ni un mísero rayón. Golpes y puñetazos al volante, que no tiene culpa de nada. Me salto lo de los atascos y los semáforos en rojo porque no hace falta que sea lunes para que se den estas circustancias.

Y cuando, contra todo pronóstico, llegas al trabajo casi puntual (cuarenta minutos tarde), sabes que solo hay una cosa que puede ayudarte a espabilar del todo y deshacerte de esa sensación de aplatanamiento y despertar de una vez de esa pesadilla: litros y litros de café, espeso, cargado, negro y con mucho azúcar. Sin saludar a nadie y gruñendo a todo el que te encuentras por el camino, te lanzas desbocado hacia la máquina de café. ¿Para qué? Para darte de narices con el enorme cartel que reza, bien clarito: "Averiado". Se te adueñan todos los males del mundo y cualquier insulto es insuficiente. Y entonces llega la mema de la oficina, una plasta bajita y cotilla, que te dice: "Está averiada". La matarías, pero ya tiene suficiente con su propia existencia.


Kendra.


Mi recomendación del día: Las redes sociales están muy bien, siempre y cuando no olvidemos en ningún momento, que no son sustituos de la vida social en sí mísma, sino un complemento. No te dejes atrapar o te verás inmerso en una red de granjas virtuales y animalitos que tendrás que alimentar cada día o se te morirán y encima te cabrearás porque te daban la leche para vender helado en la tienda de comestibles. No te dejes engañar, por salud. ¡A socializarse bien!

domingo, 27 de marzo de 2011

Esos Encuentros ¿Afortunados?

Hola a todos!

Siempre me han parecido, cuanto menos, inquietantes, esas breves amistades que se forjan en los lugares más inesperados. (Me acabo de parecer a Iker Jiménez, pero tú ni caso). Y resulta que hay unas normas. Uno no puede hacerse amigo de nadie en la caja del supermercado o en un asadero de pollos. Existen unos lugares homologados para que tengan lugar estos encuentros inolvidables. A mi me encantan, que quede claro, pero son raros, ¿no?

Yo una vez conocí a una chica en la guagua. Fue una mala época, porque cada día conocía a alguien diferente y eso no es normal. La chica se llamaba Sara y nunca la olvidaré. Durante veinticinco minutos fuimos las mejores amigas del mundo. Inlcuso nos dimos los teléfonos y eso no está permitido, pero habíamos conectado. Hablamos de todo: de chicos, de ropa y de maquillaje. Fue muy bonito. Nunca más supe de ella. Pero no importaba, porque al día siguiente, entablé conversación con un chico que llevaba una bolsa de deporte y vestía un equipaje de fútbol y me pareció apropiado preguntarle en qué equipo jugaba. Y al final resultó que hasta teníamos amigos comunes.

Pero las mejores sin duda, son las señoras mayores. Que se te sientan al lado y empiezan a suspirar, cada vez más fuerte hasta que no te queda otro remedio que quitarte los cascos del ipod o colgar el teléfono porque esa señora ya ha logrado su objetivo: captar tu atención. Entonces le miras y le sonríes, rogándole que no te dé conversación. Pero no hay nada que las pare, son inmunes a los mensajes telepáticos que tú les envías suplicando clemencia. Y empiezan a hablar de nietos, de escaleras, de prótesis de cadera y del tiempo. Y a ti no te queda más remedio que asentir y sonreír todo el tiempo porque a ti nadie te ha pedido opinión, solo estás ahí para escuchar. Aunque lo único en lo que puedes pensar en esos momentos de tortura es en que se baje antes que tú, y pronto. Pero entonces te dice que se baja al final del trayecto porque va a casa de su hijo que hace un año que se divorció y trabaja mucho y ella tiene que llevar a sus nietos a kárate porque él, el pobre, no tiene tiempo. Lo peor de todo es que acabas tomándole aprecio y al final te da pena despedirte. Es un lazo muy fuerte que cuesta horrores romper.

¿Y qué me dices de esos breves pero intensos romances vividos en un transporte público? Las agencias matrimoniales y todas esas páginas webs que se dedican a unir desconocidos entre sí para que descubran el amor verdadero, no tienen nada que hacer porque no conocen el verdadero secreto. Lo que más une a dos personas es el transporte público. Sin lugar a dudas. Todo empieza con miraditas, huidizas y tímidas, que se van convirtiendo en verdaderos mensajes apasionados. Si tú me preguntaras ahora cuántas relaciones he tenido, me llevaría un buen rato sacar el cálculo, porque de este tipo de romances yo he tenido muchos. Hubo uno que me marcó especialmente. Fue en la guagua (por supuesto) y cuando le ví entrar, supe, simplemente lo supe, que era el hombre de mi vida. Alto, moreno, ojos claros. Mi hombre perfecto. Y se sentó enfrente de mí. Estaba claro que el universo jugaba a mi favor, aquello era una señal. Me rozó la rodilla con su rodilla y me sonrió, disculpándose. Yo también le sonreí, embobada perdida. Y entonces iniciamos el ritual. Miraditas, sonrisas. Él me pilla mirándole y yo tengo que mirar rápidamente la revista que tengo en las manos que resulta que está al revés pero yo debo poner gesto de "uhm, interesante artículo" y entonces le miro de reojo y él está mirándome y mira hacia otro lado con un giro brusco de la cabeza y hace como que mira su móvil y aprieta botones aunque yo puedo ver que el teléfono está bloqueado porque está apagado. Y cosas así, lo típico.

Mi corazón iba a mil por hora, acelerado de pura emoción, bombeando adrenalina sin parar. Y entonces se movió. ¡Me va a decir algo, Dios mío, me va a hablar! Miré a la calle con la intención de hacerme la sorprendida (agradablemente sorprendida) cuando me dijera algo. Pero no. Solo estaba cambiando la postura. Y de nuevo, durante unas milésimas de segundo, nuestras rodillas volvieron a tocarse y sentí un cosquilleo por toda la pierna que hizo que se me subieran los colores. Nos miramos y cruzamos una breve mirada que lo decía todo. Nos amábamos y ante nosotros se dibujaba un futuro con casita con jardín y niños corriendo a nuestro alrededor mientras nosotros nos sonreíamos acaramelados. Con una sola mirada, supe que ambos pensabamos lo mismo. Fue un momento místico, sagrado.

Horrorizada, vi como se acercaba mi parada y me tendría que bajar de un momento a otro. Estaba muy nerviosa, porque había conocido al hombre de mis sueños y en unos minutos tendría que decirle adiós para siempre. Porque esas eran las normas y nosotros lo sabíamos. ¡Y no te vas a creer lo que pasó entonces! Pues resulta que cuando me levanté y me dirigí a la puerta, ¡él se levantó conmigo! Sí, se bajaba en la misma parada que yo, no todo estaba perdido, aún teníamos una oportunidad para ser felices.

Bajé las escaleras y casi tropiezo y bajo los tres escalones de golpe, pero le miré y él me estaba sonriendo, comprensivo. ¡Era perfecto! Entonces apareció mi novio y volví a realidad de golpe. (¿Novio? ¿Que novio? Yo me voy a casar con este desconocido, ¿quién eres tú y por qué me llamas cariño?) Había ido a recogerme para darme una sorpresa, el muy desgraciado. La desilusión y la vergüenza se materializaron a mi alrededor y casi podían palparse. Todo se había ido al garete, mi futuro hecho añicos ante mis ojos. Y créeme que cuando escuché al hombre de mis sueños decir "¡Qué pasa, primo! ¿Cómo va todo?" a mi novio, el suelo tembló bajo mis pies y deseé con todas mis fuerzas que me abdujeran los extraterrestres o me muriera o algo así.

Kendra.

Mi recomendación de día: Si has leído esto y te gustó (y si no también), hoy lo mejor que puedo recomendarte son dos blogs con los que me siento muy indentificada porque algo me dice que sus autores y yo compartimos una manera de ver la vida muy especial. Otros lo llaman tener una piedra del tamaño de Rusia. Aquí te los dejo, espero que te gusten y te hagan reír tanto como a mí: http://haybatallasqueganar.blogspot.com/  y http://tefaltaunaluna.blogspot.com/. ¡Que lo disfrutes!

jueves, 24 de marzo de 2011

Entrevista Incierta

Hola a todos!

Aún recuerdo mi primera entrevista de trabajo como si hubiese sido hoy mismo. Un desastre. Mi padre me obligó a buscar un trabajo si quería seguir con mis excursiones por el mundo porque él no pensaba pagarme ni un solo billete más. Así que, asustada y temerosa, me senté delante del ordenador y redacté mi curriculum. Y cual fue mi sorpresa cuando me di cuenta que aparte de mis datos personales, no tenía nada más que aportar. Pero ni corta ni perezosa, hice lo que haría cualquier persona en mi situación: mentir descaradamente. Para empezar, y ya que había viajado mucho, hice un recuento de países y apunté todos y cada uno de los idiomas de cada uno. Sobra decir que yo del bahasa no tenía ni idea aunque había estado dos veces en Indonesia, pero no le dí la más mínima importancia a ese pequeño detalle. Con todo, la lista era interminable porque me tomé la molestia de incluir dialectos y lenguas muertas. Lo importante era hacer bulto. Y en cuanto a experiencia laboral, había llevado a cabo un astuto plan. A saber, que si incluía trabajos en otros países, no habría forma de demostrarlo y eso sumaba muchos puntos a mi favor. A pesar de que yo lo más parecido que había hecho a trabajar durante mis viajes era hacer la cama del hotel y llenar las botellas del minibar con agua del grifo. Pero algo me decía que no era aconsejable mencionar esto en el curriculum.

Puse de todo. Desde camarera hasta secretaria de una importante compañía de Tombuctú pasando por recepcionista y cajera de supermercado. Todo me parecía poco y como la mentira tiene el mismo efecto que comer chocolate, una vez que empecé ya no podía parar. El resultado final fue un curriculum de cinco folios y una foto preciosa que me había sacado en una playa de Grecia y que había adjuntado al documento a tamaño completo, para que se vieran bien las vistas, y ni una sola sílaba sincera. Así pues, ya estaba lista para subirme al tren laboral. Después de dos semanas de idas y venidas por toda la ciudad, había entregado casi doscientos curriculums (mi padre me pasó la factura de los tóner que había tenido que comprar después de dejar la impresora seca como el desierto del Sáhara) y ya podía sentarme tranquilamente a esperar que sonara el teléfono.

Y aunque no sonó tan pronto como esperaba, cuando lo hizo valió la pena la espera. Una importante empresa internacional me había seleccionado y me citaban dos días después para una primera entrevista. Los dos días se me hicieron pequeños, con la cantidad de preparativos que tenía que llevar a cabo para tan fastuoso acontecimiento. Desde el mismo instante en que colgué el teléfono, empecé a acicalarme. No podía perder ni un segundo. Y cuando llegó el gran día, se podía decir que, simplemente, estaba espléndida. Obligué a mi padre, fiel devoto de la Virgen del Puño Cerrado, a llevarme en coche. Y aunque me costó convencerlo, él sabía perfectamente que le convenía invertir su tiempo y su dinero en la causa. Cuando salimos de casa iba refunfuñando sin parar, pero yo apenas le escuchaba. Y no por orgullo ni soberbia, nada que ver. Es que, literalmente, no podía escucharle porque toda yo era un claqueo constante y escandaloso. Pulseras, collares, uñas postizas, pendientes, cadena del bolso y tacones formaban una acompasada y melódica comparsa carnavalera. Me pareció que la ocasión requería un poco de clase y elegancia y decidí comprarme un traje oscuro de falda recatada pero femenina por la rodilla y una chaqueta entallada de cuello sastre con solapa. Y para remetar, me hice un moño alto. Pensé en comprarme unas gafas para darme un toque intelectual y distinguido, pero no quería abusar de mi suerte. ¡Daba gusto verme! Rezumaba sobriedad por todos los poros de mi piel.

El edificio me acobardó con solo mirarlo. Era altísimo y moderno, todo lleno de grandes cristaleras y mucho hierro. Era como un gigante a punto de devorarme. Y, de hecho, si conseguía el trabajo, así sería. Aunque intenté convencer a mi padre de que me esperara, no tuve suerte esta vez y aún no había puesto un pie en la acera y ya estaba arrancando para huir despavorido. Mientras intentaba recomponerme después de prácticamente salir despedida del coche, me gritó por la ventanilla: "¡Por lo que más quieras, no dejes salir tu verdadero yo!" Estupefacta y desconcertada, me alisé la falda y atravesé las grandes puertas de cristal que se abrieron para mí, dándome la bienvenida. Y ese fue el preciso instante en que todo dejó de ir sobre ruedas.

Me anuncié a una recepcionista que, aunque solo tenía doce años (o al menos era los que aparentaba), se desenvolvía perfectamente. Me llevó a una sala y me pidió que esperara a que me llamaran. ¡Y aquello estaba lleno de gente con carpetas y trajes y maletines! Menuda decepción, yo no tenía carpeta. Pensaba que con mi bolso de Prada era suficiente. Haciendo acopio de valor, saludé con una sonrisa temblorosa y me senté. Ocho horas después se dignaron a llamarme. La sala se había quedado vacía y solo quedábamos tres chicas y nos lanzábamos continuamente miradas de ánimo y hostilidad a partes iguales. Cuando entré en el despacho, lo primero que me llamó la atención fue una estantería de Ikea que yo había visto en un catálogo pocos días antes. Y entonces todo empezó a decaer a un ritmo vertiginoso.

El desagradable señor que tenía enfrente tuvo el descaro de no creerse ni una sola palabra de mi curriculum y no ayudó el hecho de que yo casi balbuceara y tartamudeara para responder a sus preguntas trampa. Y entonces me dijo que le parecía demasiado joven para tener tanta experiencia y que le parecía que no era posible aprender tantos idiomas en tan poco tiempo. "¿Me está llamando mentirosa? ¡Qué descaro!", le espeté furiosa. Mi moño había empezado a oscilar ligeramente hacia un lado y se me habían salido algunos pelos, lo cual me daba un aspecto de chalada que solo reforzó la imagen que aquel estúpido tenía de mí.

No hace falta que te diga que no me dieron el trabajo. Aunque habría tenido alguna posibilidad si antes de salir como alma que lleva el diablo de aquel despacho, no le hubiese robado una botella de coñac carísimo que había en una mesita junto a la puerta y él no hubiese intentado detenerme y confiscarme la botella y en el forcejeo yo no le hubiese tirado el peluquín de la cabeza. Fue una serie de desafortunados incidentes que no hicieron más que empeorar la situación. Y lo peor de todo es que tenía que volver a casa en taxi.

Solo de camino a casa, un pensamiento se abrió paso en mi mente: no había conseguido el trabajo. Y lo inexplicable de esta constatación me dejó aturdida y deprimida. No me quedaba otro remedio que salir esa noche con mis amigas para superar el disgusto.

Kendra.

Mi recomendación del día: Para abrir una lata son importantes dos cosas: no agitarla y no tener uñas largas o, en su defecto, postizas. El resultado puede ser catastrófico y si además unes los dos factores, será seguramente, un lamentable espectáculo. Para cuando consigas quitarte el pegote de la bebida de la cara, la uña en cuentión habrá desaparecido siendo imposible su recuperación. Y el ridículo que haces es insuperable, ni más ni menos. ¡Que abras bien esa lata!

miércoles, 23 de marzo de 2011

Futuro Prometedor

Hola a todos!

Ojalá yo hubiera tenido éxito en la vida. De pequeña soñaba con un futuro prometedor, el mejor trabajo del mundo, mil quinientos chicos muriéndose por mí y el doble de chicas odiándome envidiosas.

Pero el futuro llegó y no se le parece en nada a mis sueños. Nada que ver, nada en absoluto. No ocurrió como tenía previsto, como me habían prometido que sería. ¡Nada más lejos de la realidad! Según los patrones básicos establecidos, bastaba con que hubiera sido una palurda discriminada por la sociedad, fea y empollona (requisito cumplido) y que las chicas me detestaran y prefirieran comer bombillas a estar a menos de un metro de mi (sí, requisito cumplido) y que los chicos ni siquiera advirtieran mi presencia aunque les bailara una isa en las narices (requisito cumplido excepto lo de la isa, porque nunca he tenido claro si la isa es un baile o un cante). Así pues, el siguiente paso era dejar pasar los años asomada a la ventana con mi cara de mustia de los quince años y que poco a poco la imagen se oscureciera hasta ser una pantalla en negro y que un mensaje aunciara que habían pasado ocho o diez años. Entonces yo ya era una mujer delgada, guapa, con una melena larguísima y suave como la seda, unas cejas perfectamente depiladas y a la moda y una ropa moderna y con estilo. Y a mi alrededor, un millón de chicas comiendo bombillas para demostrarme cuánto están dispuestas a hacer por mi amistad y chicos que se quedan sin aliento cuando paso por su lado y no pueden quitarme la vista de encima.

¿Y te puedes creer que eso no fue lo que ocurrió en realidad? Para empezar, olvídate de la pantalla en negro y un anuncio de años pasados. Resulta que para tener éxito, debes vivir todos y cada uno de los años de tu vida sin poder saltárte ni un solo segundo de ellos. ¡Esto no es lo que habíamos pactado! En las instrucciones no dice nada sobre lo que ocurre durante esos años en negro, simplemente se obra el milagro y nadie cuestiona los medios. ¿Cómo se supone que iba yo a saber lo que tenía que hacer? Y para completar el lote, resulta que esas chicas que te odian, con los años han dejado de ignorarte y ahora solo pierden su tiempo contigo cuando tienen algún insulto que dedicarte o alguna broma que gastarte. Y de los chicos, no, no me hagas hablar de esa guerra. Horroroso, sencillamente.

En definitiva, que tener éxito no es fácil ni divertido. Y si no que se lo digan a esos chicos que siempre aspiraron a más y se ven atrapados en un bucle de gimnasios y coches nuevos. Que a pesar de que tripliquen su tamaño cada día y tengan siempre el último modelo de coche del mercado, nunca llegan a ser chicos de éxito. Más bien, poco a poco, prácticamente sin que se aprecie, se van convirtiéndo en personajes de ficción que nadie puede mirar a la cara sin estallar en carcajadas porque han perdido el cuello.
O las chicas que han pasado años de sacrificio y hambre y se han estirado tanto el cabello para alisarlo que parece que siempre están sorprendidas y todo para nada, porque lo único que han conseguido es que los chicos sean incapaces de decir de que color tienen esos ojos que pasan una media de cuarenta minutos maquillando cada día.

No es justo, el mundo está muy mal repartido. Debería haber un poco más de equilibrio, porque yo he seguido a rajatabla todos los pasos para ser guay y te puedo asegurar que no soy guay en absoluto. A veces me lo creo, pero entonces salgo a la calle y chicas guapísimas y delgadísimas con estómagos planos y comiendo barritas de cereales para demostrar que se cuidan, y con las manos llenas de bolsas de tiendas de moda, pasan por mi lado y me empujan con todo el cargamento que llevan, me tiran migas de su barrita en el escote y siguen caminando como si no hubiese pasado nada. O después está lo de gustarle solo a los feos. No puede haber nada peor que te profese admiración y postración un tío que te provoca arcadas. Y los guapos, esos chicos elegantes y atractivos que tienen el decoro de no creérselo y restregártelo continuamente por la cara, esos, son kimeras. Alucinaciones y fantasías inalcanzables que jamás se fijarán en mí.

Así pues, éste es mi futuro, esto es todo lo que puedo esperar de la vida. Una existencia condenada a la invisibilidad. Pero no pierdo la esperanza. Aún estoy a tiempo de encontrar la fuerza de voluntad necesaria para ponerme a dieta y lograr aborrecer el chocolate. Siempre he soñado con eso: que llegue un día en que el chocolate no sea apetecible e insoportablemente delicioso y me jacte de decir con altanería "No gracias, no como chocolate, lo encuentro repulsivo". Todo puede pasar. Mientras tanto, en vista de que esa pantalla en negro no es otra cosa que precisamente eso, la negrura más absoluta, la nada, el vacío. La conclusión a la que he llegado es a no creerme nunca jamás ni una sola de todas esas películas que no han conseguido sino minar mi autoestima y elevar a cotas insospechadas mis perspectivas más ambiciosas e infantiles y estúpidas en toda regla.

Kendra.

Mi recomendación del día: ¿Sabías que las probabilidades de encontrar unos vaqueros que te gusten es directamente proporcional al hecho de que no habrá tu talla y además te hará un culo del tamaño de una mesa camilla? Pues yo no. Espero que tú sí lo supieras y la próxima vez tengas en cuenta esta estadística. ¡Que tengas suerte!

lunes, 21 de marzo de 2011

Inexplicable Infancia

Hola a todos!


Siempre me ha gustado hacer una merendola en un parque y llevar de casa un mantelito de cuadros rojos y blancos y la comida en una cesta de mimbre con dos tapas que se abren individualmente. Supongo que tendré que comprar todo esto, porque en mi casa no abundan este tipo de objetos. Y de comida, pues muchas manzanas y una tarta de arándanos con una pinta estupenda. Y lo mejor de todo es que podré pasarme horas de picnic sin que ninguna mosca ose acercarse por ahí. Ni moscas, ni hormigas, ni abejas ni cualquier otro bicho que normalmente está ahí para que tú tengas que espantarlos a base de manotazos, pisotones y algún que otro movimiento de cabeza especialmente brusco.
Es como mi sueño frustrado de tener una casa en el árbol. ¿A que tú también querías una? No fuiste niño si no codiciaste una casa en el árbol con todo tu corazón.


Me recuerda a ese concepto de mi infancia, que inexplicablemente, me hacía mucha ilusión: La Meriendacena. Cada vez que mi madre me decía que ese día haríamos meriendacena me entusiasmaba de tal manera que mi alegría podía verse desde el espacio exterior. Si hubiese existido el google earth, se habría localizado facilmente ese halo de dicha que yo sentía. Y aún no se por qué. Te estás saltando una comida. No tiene sentido ninguno.
Algo de mi infancia que tampoco entenderé jamás era ese pánico desmesurado que se apoderaba de mí cuando se me quedaba el dedo/mano/cabeza atascado en cualquier objeto y no había forma humana de poder sacarlo. Esa sensación de que jamás volvería a recuperarlo o que tendría que andar siempre con el objeto en sí atascado en mi dedo, es difícil de olvidar. A mi personalmente se me han quedado atascadas muchas partes de mi cuerpo en los más diversos objetos. Lo que más, la cabeza.

Una vez, había ido con mis padres a visitar a unos amigos. Y, lógicamente, mi aburrimiento era tal, que a la hora de marcharnos estaba que me subía por las paredes. Ya en la puerta, en esas despedidas que se pueden alargar por días tranquilamente, no se me ocurrió otra cosa que ponerme a jugar en las escaleras del porche de la casa. Y jugando al step y al avión que se estrella cuando se cae del último escalón, me pregunté: ¿Y si meto la cabeza entre los dos barrotes de esta barandilla de balaustres? El peligro fue lo último que ví. Y como me pareció una idea estupenda y todos los adultos que estaban a mi alrededor pasaban olímpicamente de mí, procedí a introducir mi cabeza entre los barrotes blancos. La diversión duró apenas unos segundos, basicamente, porque aquello de divertido no tenía nada. Así que, intenté salir. ¡Pero me había quedado atascada! Los barrotes se cerraban sobre mis orejas cada vez más y ejercían una presión sobrehumana en mi cabeza, que pensé que estaba a punto de explotar. Vi mi vida pasar ante mis ojos y me sorprendió que los demás no estuvieran llamando a los bomberos para liberarme. Yo empujaba con todas mis fuerzas, pero solo conseguía atascarme más. Lo que más me preocupaba en ese momento era la bronca que me iban a echar mis padres cuando los bomberos tuvieran que echar abajo los balaustres de sus amigos. Y entonces pensé en lo peor de todo. ¿Cómo pensaban romper el yeso sin partirme la cabeza a mí también? Mi mente trabajaba a mil por hora mientras a mi alrededor todos era normal, nadie se percataba del peligro que estaba corriendo con mi cabeza incrustada y aplastada y proximamente resquebrajada. Y entonces, ví la luz. Milagrosamente me día cuenta que aquellos barrotes malditos tenían forma de barriga, es decir, se ensanchaban al llegar a la base. Lo cual quería decir que si subía ligeramente mi cabeza hasta la parte menos estrecha podría sacarla. Y así fue. Una vez que el peligro hubo pasado, reconozco que me avergoncé profundamente de mi estupidez.


Y la segunda vez que estuve a punto de morir por atascamiento, todo ocurrió en un escenario muy diferente. Para añadir más terror e intriga, te diré que estaba bajo el agua. Estaba yo de vacaciones con mi familia en un hotel y una mañana, pasando el día en la piscina, ocurrió el desastre. La piscina conectaba  con la charquita de los niños pequeños a traves de unas pequeñas columnas que quedaban debajo del agua. Y entonces vi que una chica, ágil como una gacela, pasó de una piscina a otra a través de ellas. ¡Yo también quería hacer eso! Y bendita inocencia que me mantenía por entonces a salvo de cualquier idea o concepto sobre la gordura o los michelines. Me zambullí en el agua y me dirigí a las columnas, feliz y dichosa. Y todo fue bien hasta que mi barriga se quedó atascada. Ahí volví a ver mi vida entera pasar ante mí, mientras yo, presa del pánico, intentaba remediar aquel gigantesco error retrociendo inmediatamente. Pero sí, lo has adivinado, me había quedado atascada de nuevo. Traté de hacer palanca con mis brazos, impulsándome hacia atrás, pero sin resultado. El oxígeno empezó a faltarme y mi desesperación aumentaba por segundos. ¿Cómo iba a salir de allí con vida? En esta ocasión, lo de los bomberos no me pareció tan terrible. Si conseguía racionar el poco aire que me quedaba hasta que llegaran, me daba por satisfecha. Y mientras yo seguía empujando, intentando librarme de una muerte inminente. Y entonces, con un sutil efecto ventosa que formó una burbuja del tamaño de mi cabeza, de repente salí. ¡Era libre! Cuando nadé a la superficie y respiré de nuevo, me sentí más viva que nunca. Sensación extrasensorial que se vino abajo cuando me percaté de que nadie había advertido mi ausencia. Y eso que debía llevar horas ahí abajo.


Luego están los dedos atascados en las tapas de boli, en las botellas y en los anillos. O las manos o pies atascados en las espalderas de un gimnasio o en las máquinas dispensadoras de bebidas. Y te puedo asegurar que la angustia que se siente es exactamente la misma en cualquier caso. Puedes creerme.

Kendra.


Mi recomendación del día: Si alguna vez te paran esos prepotentes de la policía o la guardia civil (nunca los he diferenciado) para hacerte un control de alcoholemia, lo mejor que puedes hacer es poner al mal tiempo buena cara y cuando él te diga "sople, por favor", tú cierras los ojos y pides un deseo. No cuentes con que si sale positivo se te cumplirá, porque está claro que la suerte no es lo tuyo. ¡Que lo soples bien!