miércoles, 30 de marzo de 2011

Alegrías del Vivir

Hola a todos!

Hoy me he llevado una alegría tremenda. He hecho un descubrimiento grandioso, monumental, inmenso, espectacular. Grande, vamos. Resulta que tengo tres nuevos amigos y resulta, además (esto es lo mejor de todo), que están tan pirados como yo. Sé que te cuesta creerlo, pero es cierto. Al principio sospeché un poco y desconfié de la naturaleza de tanta imbecilidad. Pero era real. Muy real. Sólo puede haber una fuerza celestial detrás de tanta mala suerte y locura desmesurada. Y ahora me siento mucho mejor, más relajada, más comprendida. El sol brilla con más intensidad, el césped es más verde de lo normal, el aire se respira más puro y todas esas chorradas que se te hacen obvias cuando eres feliz.


Porque mira que nos vuelve estúpidos la felicidad. Para empezar es un sentimiento indescriptible que identificas cuando un escalofrío comienza a recorrerte desde la punta de los dedos de los pies hasta la última raíz de tu pelo más rebelde. O, como en mi caso, te da por vomitar de pura emoción. Y entonces ves el mundo con otros ojos; ahora todo es más bonito, porque simplemente, tu paisaje interior se refleja en el paisaje exterior. ¡Es maravilloso! Las personas son más amables, los pantalones vaqueros ya no te parecen tan caros, tus ojeras te dan un toque interesante y sensual. Vamos, que te vuelves majara perdido, como cuando te enamoras, pero peor. Porque el amor viene y se va y, en cualquier caso, tiene un destinatario concreto al que dirigir toda tu dicha. Pero la felicidad, esa compañera engañosa, puede venir disfrazada de cualquier manera. Aprobaste el examen de conducir, te entró la falda del verano pasado, descubriste que la nueva novia de tu ex es un orco y esas cosas. Hay mil motivos para ser feliz, para sentir esa sensación abrumadora de éxtasis que te hace parecer retrasado mental.

Dejas de estar abatido todo el día, deprimido y preguntándote qué es la felicidad y qué se siente cuando eres feliz. Ya no te detestas cuando te ves en el espejo, ya no te sientes como una foca sebosa, desparece esa sensación de inadaptación, de sobrante. Nada de eso. Incluso te desconcierta la sola idea de haber creído tales cosas. En un estado de felicidad absoluto, no tienen sentido esos pensamientos autodestructivos tan trillados en el día a día. Muy al contrario, ahora te sientes bella y delicada cual flor recién nacida. Ahora eres una sílfide, una diosa, una criatura única y especial, digna de amor y cariño.


A ti te resbala que la gente te empuje y te insulte cuando camines por la calle, sonriendo y saludando a todo el mundo, compartiendo tu estado de ánimo, contagiándolo al resto de la humanidad. Porque ahora todo te parece bello: los feos, los guapos, los imbéciles. Nada puede minar tu alegría. Ni siquiera ese taxista que te lleva por el camino largo para cobrarte más porque de todas maneras, pensabas donar tus ahorros a los pobres, ya tú eres demasiado feliz; ni que se te haya acabado la loción hidratante, porque ahora tu piel desprende un aroma natural a canela y espliego; ni siquiera esa chica que se sienta enfrente de tí en la cafetería, que se parece a Mª José Campanario, la pobre. ¡Nada!


Pues el caso es que hoy, cuando volvía a casa desde Barcelona (fui a ver a unos amigos que están estudiando allí y me habían invitado, no a ir a la bibloteca a estudiar con ellos, no, sino a salir de fiesta durante cuatros días seguidos. Y claro, no pude decirles que no). Yo estaba en esa odiosa cola (una de las muchas que tienes que hacer en el aeropuerto), esperando para que revisaran por enésima vez mi tarjeta de embarque y me dejaran subir al avión. Te puedes imaginar la resaca que tenía. Estaba hecha polvo y solo tenía ganas de dormir durante una semana. Y entonces escucho una conversación a mis espaldas, que, no sé por qué, logró captar mi atención. Quizá fuese el hecho de que se estuviesen planteando cuestiones realmente interesantes, como "Tío, si tú vas al baño en el avión y tiras de la cadena, ¿a dónde va todo el emboste?" o "¿Y si se atasca?". Luego empezaron a ser cada vez más gráficos como si no fuese suficiente estar hablando de esos temas a esas horas de la mañana. Y cuando ya me estaba empezando a marear y a sentir náuseas por una descripción especialmente entusiasta sobre el proceso de desechos cayendo al vacío y tocando tierra, me giré burscamente y les miré con los ojos entrecerrados. Dejaron de hablar al instante y les dí las gracias, ya empezaba a sentirme mejor. Pero esas carillas de asustados y avergonzados, me habían ganado. Pobrecillos, no tienen otra cosa que hacer. Seguro que jamás han tenido novia estos pobres desgraciados. Así que me apiadé de ellos y tuve el detalle de tratarlos como si fueran personas humanas. Ellos, claro, no daban crédito. Pero, regalándoles el placer de mi compañía durante el vuelo, acabamos haciéndonos amigos del alma y llevamos todo el día quemando la BlackBerry.

Y eso que cuando los conocí (a cual más repugnante) jamás pensé que acabaría echándoles de menos. Pero tengamos en cuenta que llevaba cuatro días de fiesta y mis niveles de felicidad rebozaban los límites establecidos. Y, aunque deteste reconocerlo, lograron aumentar aún más mi alegría cuando descubrí que los dioses que les habían tocado a ellos eran incluso más burleteros y crueles que los míos y eso, francamente, no era fácil de conseguir.


Kendra.


Mi recomendación del día: Yo siempre había querido ser invisible, hasta que me di cuenta de que si era invisible, podría hacer muchas maldades y reírme mucho pero nadie sabría que las había hecho yo y eso no tenía ningún mérito. Por lo que te aconsejo que si aspiras a algún super-poder, te inclines más por cuestiones de velocidad o fuerza física y esas cosas. Porque al menos, podrás alardear y los demás te creerán si pueden verlo con sus propios ojos. ¡Que elijas bien!

lunes, 28 de marzo de 2011

Para Empezar Bien La Semana

Hola a todos!

 ¡Qué asco de lunes! Un día de pena, eso es lo que he tenido yo hoy. Pero no creas que me ha sucedido algo terrible y espantoso, no, es que es lunes. ¿Qué más quieres? Siempre me propongo no levantarme de la cama los lunes, pero siempre está mi padre ahí que entra silbando y dichararero como si fuera sábado a las seis de la tarde y abre persianas y ventanas para que vea el día tan bonito que hace. Como si a mi me importara eso. La cama está calentita y acogedora y no tengo ninguna intención de salir a esas horas de la madrugada, como siempre le digo. Y todavía tiene la desfachatez de decirme que me paso el día durmiendo. A veces también utiliza otra de sus tácticas preferidas, que no es otra cosa que gritar: "¡Venga, arriba todo el mundo que son las doce del día ya!". Y claro, yo a veces me lo creo y salto de la cama como si fuera el payaso de una de esas cajas de broma y me pongo en marcha porque me estoy perdiendo la novela. Y resulta que cuando llego a la cocina el reloj ni siquera marca las ocho y media de la mañana. Lo peor de todo es que él se divierte con estas cosas.

Pero los lunes son un tema aparte. Una desgracia que ha caído sobre toda la humanidad para pagar por nuestros pecados. Hasta donde yo sé, los días laborables están básicamente diseñados para recuperarse de las juergas del fin de semana y no al revés, como piensan algunos chalados que hay por ahí. Hay que estar muy mal de la cabeza para tener esa mentalidad, la verdad. Los lunes no son más que días de calamadides y no me digas que no. Es como levantarse con el pie izquierdo, nada de lo que hagas ese día te saldrá bien. Para empezar, el despertador o no suena o no lo oyes (varía según las versiones), con lo cual tu humor es de perros y te lanzarías al cuello de todo el que se atreva a mirarte.

Luego está lo del desayuno. Un lunes esas cosas nunca salen bien, porque por lo general, existen aún algunos átomos de alcohol en tu sangre que te hacen actuar como un sonámbulo. La leche nunca va directamente desde el bote a la taza, eso es por norma general. Siempre hay un chorro que sale disparado y lo pringa todo y como tu puntería brilla por su ausencia, la mitad cae por fuera y la otra mitad se desparrama por toda la mesa y tú te dices cabreada que no lo piensas limpiar. A vacilar, al parque, el tetra brick de las narices. Y para completarlo, cuando lo vas a poner en el microondas, como ves doble y no puedes enfocar bien, la taza choca con el platito y la mitad se vacía dejando el microondas perdido de leche. Pero, por supuesto, eso tampoco lo vas a limpiar. A mi nadie me torea, eso lo tengo muy claro. Y desayunando tu medio vaso de leche, te empotras alegremente una galleta por el cachete porque así de aguda te has levantado, y metes con una precisión asombrosa, la cuchara en tu ojo, a punto de estirpártelo.Como una amiga mía que en una ocasión, decidió alimentar su pómulo derecho con una rica tarta de chocolate del Vips; aunque en su defensa he de decir que llevaba tres días celebrando su cumpleaños y sus sentidos estaban aletargados y prácticamente estaba quedándose dormida en la mesa.

En cualquier caso, lo mejor que puedes hacer es lavarte la cara, con la vaga esperanza de arreglar en algo el día tan abominable que llevas aunque solo son las siete de la mañana. Pero como la suerte te acompaña, el grifo del baño se acaba de romper, en exclusiva para tí, y el agua (helada) sale disparada en todas las direcciones, sobre todo hacia lo que sería tu persona. Y cuando, dos minutos más tarde, reaccionas y cierras el grifo a toda prisa, resulta que te has salpicado de agua hasta por la espalda. Te miras en el espejo, miras tu cuerpo, mojada y chorreando y vuelves a mirarte en el espejo. Y entonces, te gruñes como un perro. A lo mejor realmente creemos que, como los perros, podemos sacudirnos y secarnos en un periquete. Pero, aparte de una cara de cabreada horrenda, sigues igual de mojada que antes.

Te vas a vestir y con la tontería ya has perdido casi veinte minutos. El tiempo apremia y solo te faltan los zapatos, pero necesitas antes unos calcetines. Busca, rebusca, vacía tu cajón de los calcetines, pero no te canses demasiado porque te puedo asegurar que no encontrarás dos calcetines iguales. No te caerá esa breva. Así que, te toca ponerte ese de Lisa Simpson rosa y rojo y ese otro que tiene unos cohetes y unas estrellas. Un resultado que ni pintado. Que solo faltaba que fuese uno de esos días que nuestras madres nos han vaticinado desde que existimos. El día en que te ocurrirá algo en la calle y te llevarán al hospital y por lo que quiera que sea, te quitarán los zapatos. Y allí estará Lisa sonriente y los cohetes despegando solo para convencer a los médicos de que no se puede hacer nada más por tí. Es mejor sacrificarte.

Para rematar, el ascensor no funciona. Toca bajar los ocho pisos por las escaleras, corriendo y haciendo un escándalo tremendo, tú y tus calcetines combinados. El coche no arranca y resulta que un imbécil ha pegado su coche tanto al tuyo que parecen hermanos siameses unidos por las puertas. No consigues sacar el coche sin dejarle una bonita línea a lo largo de las dos puertas, para contemplar, presa del desconcierto, que el coche del imbécil no tiene ni un mísero rayón. Golpes y puñetazos al volante, que no tiene culpa de nada. Me salto lo de los atascos y los semáforos en rojo porque no hace falta que sea lunes para que se den estas circustancias.

Y cuando, contra todo pronóstico, llegas al trabajo casi puntual (cuarenta minutos tarde), sabes que solo hay una cosa que puede ayudarte a espabilar del todo y deshacerte de esa sensación de aplatanamiento y despertar de una vez de esa pesadilla: litros y litros de café, espeso, cargado, negro y con mucho azúcar. Sin saludar a nadie y gruñendo a todo el que te encuentras por el camino, te lanzas desbocado hacia la máquina de café. ¿Para qué? Para darte de narices con el enorme cartel que reza, bien clarito: "Averiado". Se te adueñan todos los males del mundo y cualquier insulto es insuficiente. Y entonces llega la mema de la oficina, una plasta bajita y cotilla, que te dice: "Está averiada". La matarías, pero ya tiene suficiente con su propia existencia.


Kendra.


Mi recomendación del día: Las redes sociales están muy bien, siempre y cuando no olvidemos en ningún momento, que no son sustituos de la vida social en sí mísma, sino un complemento. No te dejes atrapar o te verás inmerso en una red de granjas virtuales y animalitos que tendrás que alimentar cada día o se te morirán y encima te cabrearás porque te daban la leche para vender helado en la tienda de comestibles. No te dejes engañar, por salud. ¡A socializarse bien!

domingo, 27 de marzo de 2011

Esos Encuentros ¿Afortunados?

Hola a todos!

Siempre me han parecido, cuanto menos, inquietantes, esas breves amistades que se forjan en los lugares más inesperados. (Me acabo de parecer a Iker Jiménez, pero tú ni caso). Y resulta que hay unas normas. Uno no puede hacerse amigo de nadie en la caja del supermercado o en un asadero de pollos. Existen unos lugares homologados para que tengan lugar estos encuentros inolvidables. A mi me encantan, que quede claro, pero son raros, ¿no?

Yo una vez conocí a una chica en la guagua. Fue una mala época, porque cada día conocía a alguien diferente y eso no es normal. La chica se llamaba Sara y nunca la olvidaré. Durante veinticinco minutos fuimos las mejores amigas del mundo. Inlcuso nos dimos los teléfonos y eso no está permitido, pero habíamos conectado. Hablamos de todo: de chicos, de ropa y de maquillaje. Fue muy bonito. Nunca más supe de ella. Pero no importaba, porque al día siguiente, entablé conversación con un chico que llevaba una bolsa de deporte y vestía un equipaje de fútbol y me pareció apropiado preguntarle en qué equipo jugaba. Y al final resultó que hasta teníamos amigos comunes.

Pero las mejores sin duda, son las señoras mayores. Que se te sientan al lado y empiezan a suspirar, cada vez más fuerte hasta que no te queda otro remedio que quitarte los cascos del ipod o colgar el teléfono porque esa señora ya ha logrado su objetivo: captar tu atención. Entonces le miras y le sonríes, rogándole que no te dé conversación. Pero no hay nada que las pare, son inmunes a los mensajes telepáticos que tú les envías suplicando clemencia. Y empiezan a hablar de nietos, de escaleras, de prótesis de cadera y del tiempo. Y a ti no te queda más remedio que asentir y sonreír todo el tiempo porque a ti nadie te ha pedido opinión, solo estás ahí para escuchar. Aunque lo único en lo que puedes pensar en esos momentos de tortura es en que se baje antes que tú, y pronto. Pero entonces te dice que se baja al final del trayecto porque va a casa de su hijo que hace un año que se divorció y trabaja mucho y ella tiene que llevar a sus nietos a kárate porque él, el pobre, no tiene tiempo. Lo peor de todo es que acabas tomándole aprecio y al final te da pena despedirte. Es un lazo muy fuerte que cuesta horrores romper.

¿Y qué me dices de esos breves pero intensos romances vividos en un transporte público? Las agencias matrimoniales y todas esas páginas webs que se dedican a unir desconocidos entre sí para que descubran el amor verdadero, no tienen nada que hacer porque no conocen el verdadero secreto. Lo que más une a dos personas es el transporte público. Sin lugar a dudas. Todo empieza con miraditas, huidizas y tímidas, que se van convirtiendo en verdaderos mensajes apasionados. Si tú me preguntaras ahora cuántas relaciones he tenido, me llevaría un buen rato sacar el cálculo, porque de este tipo de romances yo he tenido muchos. Hubo uno que me marcó especialmente. Fue en la guagua (por supuesto) y cuando le ví entrar, supe, simplemente lo supe, que era el hombre de mi vida. Alto, moreno, ojos claros. Mi hombre perfecto. Y se sentó enfrente de mí. Estaba claro que el universo jugaba a mi favor, aquello era una señal. Me rozó la rodilla con su rodilla y me sonrió, disculpándose. Yo también le sonreí, embobada perdida. Y entonces iniciamos el ritual. Miraditas, sonrisas. Él me pilla mirándole y yo tengo que mirar rápidamente la revista que tengo en las manos que resulta que está al revés pero yo debo poner gesto de "uhm, interesante artículo" y entonces le miro de reojo y él está mirándome y mira hacia otro lado con un giro brusco de la cabeza y hace como que mira su móvil y aprieta botones aunque yo puedo ver que el teléfono está bloqueado porque está apagado. Y cosas así, lo típico.

Mi corazón iba a mil por hora, acelerado de pura emoción, bombeando adrenalina sin parar. Y entonces se movió. ¡Me va a decir algo, Dios mío, me va a hablar! Miré a la calle con la intención de hacerme la sorprendida (agradablemente sorprendida) cuando me dijera algo. Pero no. Solo estaba cambiando la postura. Y de nuevo, durante unas milésimas de segundo, nuestras rodillas volvieron a tocarse y sentí un cosquilleo por toda la pierna que hizo que se me subieran los colores. Nos miramos y cruzamos una breve mirada que lo decía todo. Nos amábamos y ante nosotros se dibujaba un futuro con casita con jardín y niños corriendo a nuestro alrededor mientras nosotros nos sonreíamos acaramelados. Con una sola mirada, supe que ambos pensabamos lo mismo. Fue un momento místico, sagrado.

Horrorizada, vi como se acercaba mi parada y me tendría que bajar de un momento a otro. Estaba muy nerviosa, porque había conocido al hombre de mis sueños y en unos minutos tendría que decirle adiós para siempre. Porque esas eran las normas y nosotros lo sabíamos. ¡Y no te vas a creer lo que pasó entonces! Pues resulta que cuando me levanté y me dirigí a la puerta, ¡él se levantó conmigo! Sí, se bajaba en la misma parada que yo, no todo estaba perdido, aún teníamos una oportunidad para ser felices.

Bajé las escaleras y casi tropiezo y bajo los tres escalones de golpe, pero le miré y él me estaba sonriendo, comprensivo. ¡Era perfecto! Entonces apareció mi novio y volví a realidad de golpe. (¿Novio? ¿Que novio? Yo me voy a casar con este desconocido, ¿quién eres tú y por qué me llamas cariño?) Había ido a recogerme para darme una sorpresa, el muy desgraciado. La desilusión y la vergüenza se materializaron a mi alrededor y casi podían palparse. Todo se había ido al garete, mi futuro hecho añicos ante mis ojos. Y créeme que cuando escuché al hombre de mis sueños decir "¡Qué pasa, primo! ¿Cómo va todo?" a mi novio, el suelo tembló bajo mis pies y deseé con todas mis fuerzas que me abdujeran los extraterrestres o me muriera o algo así.

Kendra.

Mi recomendación de día: Si has leído esto y te gustó (y si no también), hoy lo mejor que puedo recomendarte son dos blogs con los que me siento muy indentificada porque algo me dice que sus autores y yo compartimos una manera de ver la vida muy especial. Otros lo llaman tener una piedra del tamaño de Rusia. Aquí te los dejo, espero que te gusten y te hagan reír tanto como a mí: http://haybatallasqueganar.blogspot.com/  y http://tefaltaunaluna.blogspot.com/. ¡Que lo disfrutes!

jueves, 24 de marzo de 2011

Entrevista Incierta

Hola a todos!

Aún recuerdo mi primera entrevista de trabajo como si hubiese sido hoy mismo. Un desastre. Mi padre me obligó a buscar un trabajo si quería seguir con mis excursiones por el mundo porque él no pensaba pagarme ni un solo billete más. Así que, asustada y temerosa, me senté delante del ordenador y redacté mi curriculum. Y cual fue mi sorpresa cuando me di cuenta que aparte de mis datos personales, no tenía nada más que aportar. Pero ni corta ni perezosa, hice lo que haría cualquier persona en mi situación: mentir descaradamente. Para empezar, y ya que había viajado mucho, hice un recuento de países y apunté todos y cada uno de los idiomas de cada uno. Sobra decir que yo del bahasa no tenía ni idea aunque había estado dos veces en Indonesia, pero no le dí la más mínima importancia a ese pequeño detalle. Con todo, la lista era interminable porque me tomé la molestia de incluir dialectos y lenguas muertas. Lo importante era hacer bulto. Y en cuanto a experiencia laboral, había llevado a cabo un astuto plan. A saber, que si incluía trabajos en otros países, no habría forma de demostrarlo y eso sumaba muchos puntos a mi favor. A pesar de que yo lo más parecido que había hecho a trabajar durante mis viajes era hacer la cama del hotel y llenar las botellas del minibar con agua del grifo. Pero algo me decía que no era aconsejable mencionar esto en el curriculum.

Puse de todo. Desde camarera hasta secretaria de una importante compañía de Tombuctú pasando por recepcionista y cajera de supermercado. Todo me parecía poco y como la mentira tiene el mismo efecto que comer chocolate, una vez que empecé ya no podía parar. El resultado final fue un curriculum de cinco folios y una foto preciosa que me había sacado en una playa de Grecia y que había adjuntado al documento a tamaño completo, para que se vieran bien las vistas, y ni una sola sílaba sincera. Así pues, ya estaba lista para subirme al tren laboral. Después de dos semanas de idas y venidas por toda la ciudad, había entregado casi doscientos curriculums (mi padre me pasó la factura de los tóner que había tenido que comprar después de dejar la impresora seca como el desierto del Sáhara) y ya podía sentarme tranquilamente a esperar que sonara el teléfono.

Y aunque no sonó tan pronto como esperaba, cuando lo hizo valió la pena la espera. Una importante empresa internacional me había seleccionado y me citaban dos días después para una primera entrevista. Los dos días se me hicieron pequeños, con la cantidad de preparativos que tenía que llevar a cabo para tan fastuoso acontecimiento. Desde el mismo instante en que colgué el teléfono, empecé a acicalarme. No podía perder ni un segundo. Y cuando llegó el gran día, se podía decir que, simplemente, estaba espléndida. Obligué a mi padre, fiel devoto de la Virgen del Puño Cerrado, a llevarme en coche. Y aunque me costó convencerlo, él sabía perfectamente que le convenía invertir su tiempo y su dinero en la causa. Cuando salimos de casa iba refunfuñando sin parar, pero yo apenas le escuchaba. Y no por orgullo ni soberbia, nada que ver. Es que, literalmente, no podía escucharle porque toda yo era un claqueo constante y escandaloso. Pulseras, collares, uñas postizas, pendientes, cadena del bolso y tacones formaban una acompasada y melódica comparsa carnavalera. Me pareció que la ocasión requería un poco de clase y elegancia y decidí comprarme un traje oscuro de falda recatada pero femenina por la rodilla y una chaqueta entallada de cuello sastre con solapa. Y para remetar, me hice un moño alto. Pensé en comprarme unas gafas para darme un toque intelectual y distinguido, pero no quería abusar de mi suerte. ¡Daba gusto verme! Rezumaba sobriedad por todos los poros de mi piel.

El edificio me acobardó con solo mirarlo. Era altísimo y moderno, todo lleno de grandes cristaleras y mucho hierro. Era como un gigante a punto de devorarme. Y, de hecho, si conseguía el trabajo, así sería. Aunque intenté convencer a mi padre de que me esperara, no tuve suerte esta vez y aún no había puesto un pie en la acera y ya estaba arrancando para huir despavorido. Mientras intentaba recomponerme después de prácticamente salir despedida del coche, me gritó por la ventanilla: "¡Por lo que más quieras, no dejes salir tu verdadero yo!" Estupefacta y desconcertada, me alisé la falda y atravesé las grandes puertas de cristal que se abrieron para mí, dándome la bienvenida. Y ese fue el preciso instante en que todo dejó de ir sobre ruedas.

Me anuncié a una recepcionista que, aunque solo tenía doce años (o al menos era los que aparentaba), se desenvolvía perfectamente. Me llevó a una sala y me pidió que esperara a que me llamaran. ¡Y aquello estaba lleno de gente con carpetas y trajes y maletines! Menuda decepción, yo no tenía carpeta. Pensaba que con mi bolso de Prada era suficiente. Haciendo acopio de valor, saludé con una sonrisa temblorosa y me senté. Ocho horas después se dignaron a llamarme. La sala se había quedado vacía y solo quedábamos tres chicas y nos lanzábamos continuamente miradas de ánimo y hostilidad a partes iguales. Cuando entré en el despacho, lo primero que me llamó la atención fue una estantería de Ikea que yo había visto en un catálogo pocos días antes. Y entonces todo empezó a decaer a un ritmo vertiginoso.

El desagradable señor que tenía enfrente tuvo el descaro de no creerse ni una sola palabra de mi curriculum y no ayudó el hecho de que yo casi balbuceara y tartamudeara para responder a sus preguntas trampa. Y entonces me dijo que le parecía demasiado joven para tener tanta experiencia y que le parecía que no era posible aprender tantos idiomas en tan poco tiempo. "¿Me está llamando mentirosa? ¡Qué descaro!", le espeté furiosa. Mi moño había empezado a oscilar ligeramente hacia un lado y se me habían salido algunos pelos, lo cual me daba un aspecto de chalada que solo reforzó la imagen que aquel estúpido tenía de mí.

No hace falta que te diga que no me dieron el trabajo. Aunque habría tenido alguna posibilidad si antes de salir como alma que lleva el diablo de aquel despacho, no le hubiese robado una botella de coñac carísimo que había en una mesita junto a la puerta y él no hubiese intentado detenerme y confiscarme la botella y en el forcejeo yo no le hubiese tirado el peluquín de la cabeza. Fue una serie de desafortunados incidentes que no hicieron más que empeorar la situación. Y lo peor de todo es que tenía que volver a casa en taxi.

Solo de camino a casa, un pensamiento se abrió paso en mi mente: no había conseguido el trabajo. Y lo inexplicable de esta constatación me dejó aturdida y deprimida. No me quedaba otro remedio que salir esa noche con mis amigas para superar el disgusto.

Kendra.

Mi recomendación del día: Para abrir una lata son importantes dos cosas: no agitarla y no tener uñas largas o, en su defecto, postizas. El resultado puede ser catastrófico y si además unes los dos factores, será seguramente, un lamentable espectáculo. Para cuando consigas quitarte el pegote de la bebida de la cara, la uña en cuentión habrá desaparecido siendo imposible su recuperación. Y el ridículo que haces es insuperable, ni más ni menos. ¡Que abras bien esa lata!

miércoles, 23 de marzo de 2011

Futuro Prometedor

Hola a todos!

Ojalá yo hubiera tenido éxito en la vida. De pequeña soñaba con un futuro prometedor, el mejor trabajo del mundo, mil quinientos chicos muriéndose por mí y el doble de chicas odiándome envidiosas.

Pero el futuro llegó y no se le parece en nada a mis sueños. Nada que ver, nada en absoluto. No ocurrió como tenía previsto, como me habían prometido que sería. ¡Nada más lejos de la realidad! Según los patrones básicos establecidos, bastaba con que hubiera sido una palurda discriminada por la sociedad, fea y empollona (requisito cumplido) y que las chicas me detestaran y prefirieran comer bombillas a estar a menos de un metro de mi (sí, requisito cumplido) y que los chicos ni siquiera advirtieran mi presencia aunque les bailara una isa en las narices (requisito cumplido excepto lo de la isa, porque nunca he tenido claro si la isa es un baile o un cante). Así pues, el siguiente paso era dejar pasar los años asomada a la ventana con mi cara de mustia de los quince años y que poco a poco la imagen se oscureciera hasta ser una pantalla en negro y que un mensaje aunciara que habían pasado ocho o diez años. Entonces yo ya era una mujer delgada, guapa, con una melena larguísima y suave como la seda, unas cejas perfectamente depiladas y a la moda y una ropa moderna y con estilo. Y a mi alrededor, un millón de chicas comiendo bombillas para demostrarme cuánto están dispuestas a hacer por mi amistad y chicos que se quedan sin aliento cuando paso por su lado y no pueden quitarme la vista de encima.

¿Y te puedes creer que eso no fue lo que ocurrió en realidad? Para empezar, olvídate de la pantalla en negro y un anuncio de años pasados. Resulta que para tener éxito, debes vivir todos y cada uno de los años de tu vida sin poder saltárte ni un solo segundo de ellos. ¡Esto no es lo que habíamos pactado! En las instrucciones no dice nada sobre lo que ocurre durante esos años en negro, simplemente se obra el milagro y nadie cuestiona los medios. ¿Cómo se supone que iba yo a saber lo que tenía que hacer? Y para completar el lote, resulta que esas chicas que te odian, con los años han dejado de ignorarte y ahora solo pierden su tiempo contigo cuando tienen algún insulto que dedicarte o alguna broma que gastarte. Y de los chicos, no, no me hagas hablar de esa guerra. Horroroso, sencillamente.

En definitiva, que tener éxito no es fácil ni divertido. Y si no que se lo digan a esos chicos que siempre aspiraron a más y se ven atrapados en un bucle de gimnasios y coches nuevos. Que a pesar de que tripliquen su tamaño cada día y tengan siempre el último modelo de coche del mercado, nunca llegan a ser chicos de éxito. Más bien, poco a poco, prácticamente sin que se aprecie, se van convirtiéndo en personajes de ficción que nadie puede mirar a la cara sin estallar en carcajadas porque han perdido el cuello.
O las chicas que han pasado años de sacrificio y hambre y se han estirado tanto el cabello para alisarlo que parece que siempre están sorprendidas y todo para nada, porque lo único que han conseguido es que los chicos sean incapaces de decir de que color tienen esos ojos que pasan una media de cuarenta minutos maquillando cada día.

No es justo, el mundo está muy mal repartido. Debería haber un poco más de equilibrio, porque yo he seguido a rajatabla todos los pasos para ser guay y te puedo asegurar que no soy guay en absoluto. A veces me lo creo, pero entonces salgo a la calle y chicas guapísimas y delgadísimas con estómagos planos y comiendo barritas de cereales para demostrar que se cuidan, y con las manos llenas de bolsas de tiendas de moda, pasan por mi lado y me empujan con todo el cargamento que llevan, me tiran migas de su barrita en el escote y siguen caminando como si no hubiese pasado nada. O después está lo de gustarle solo a los feos. No puede haber nada peor que te profese admiración y postración un tío que te provoca arcadas. Y los guapos, esos chicos elegantes y atractivos que tienen el decoro de no creérselo y restregártelo continuamente por la cara, esos, son kimeras. Alucinaciones y fantasías inalcanzables que jamás se fijarán en mí.

Así pues, éste es mi futuro, esto es todo lo que puedo esperar de la vida. Una existencia condenada a la invisibilidad. Pero no pierdo la esperanza. Aún estoy a tiempo de encontrar la fuerza de voluntad necesaria para ponerme a dieta y lograr aborrecer el chocolate. Siempre he soñado con eso: que llegue un día en que el chocolate no sea apetecible e insoportablemente delicioso y me jacte de decir con altanería "No gracias, no como chocolate, lo encuentro repulsivo". Todo puede pasar. Mientras tanto, en vista de que esa pantalla en negro no es otra cosa que precisamente eso, la negrura más absoluta, la nada, el vacío. La conclusión a la que he llegado es a no creerme nunca jamás ni una sola de todas esas películas que no han conseguido sino minar mi autoestima y elevar a cotas insospechadas mis perspectivas más ambiciosas e infantiles y estúpidas en toda regla.

Kendra.

Mi recomendación del día: ¿Sabías que las probabilidades de encontrar unos vaqueros que te gusten es directamente proporcional al hecho de que no habrá tu talla y además te hará un culo del tamaño de una mesa camilla? Pues yo no. Espero que tú sí lo supieras y la próxima vez tengas en cuenta esta estadística. ¡Que tengas suerte!

lunes, 21 de marzo de 2011

Inexplicable Infancia

Hola a todos!


Siempre me ha gustado hacer una merendola en un parque y llevar de casa un mantelito de cuadros rojos y blancos y la comida en una cesta de mimbre con dos tapas que se abren individualmente. Supongo que tendré que comprar todo esto, porque en mi casa no abundan este tipo de objetos. Y de comida, pues muchas manzanas y una tarta de arándanos con una pinta estupenda. Y lo mejor de todo es que podré pasarme horas de picnic sin que ninguna mosca ose acercarse por ahí. Ni moscas, ni hormigas, ni abejas ni cualquier otro bicho que normalmente está ahí para que tú tengas que espantarlos a base de manotazos, pisotones y algún que otro movimiento de cabeza especialmente brusco.
Es como mi sueño frustrado de tener una casa en el árbol. ¿A que tú también querías una? No fuiste niño si no codiciaste una casa en el árbol con todo tu corazón.


Me recuerda a ese concepto de mi infancia, que inexplicablemente, me hacía mucha ilusión: La Meriendacena. Cada vez que mi madre me decía que ese día haríamos meriendacena me entusiasmaba de tal manera que mi alegría podía verse desde el espacio exterior. Si hubiese existido el google earth, se habría localizado facilmente ese halo de dicha que yo sentía. Y aún no se por qué. Te estás saltando una comida. No tiene sentido ninguno.
Algo de mi infancia que tampoco entenderé jamás era ese pánico desmesurado que se apoderaba de mí cuando se me quedaba el dedo/mano/cabeza atascado en cualquier objeto y no había forma humana de poder sacarlo. Esa sensación de que jamás volvería a recuperarlo o que tendría que andar siempre con el objeto en sí atascado en mi dedo, es difícil de olvidar. A mi personalmente se me han quedado atascadas muchas partes de mi cuerpo en los más diversos objetos. Lo que más, la cabeza.

Una vez, había ido con mis padres a visitar a unos amigos. Y, lógicamente, mi aburrimiento era tal, que a la hora de marcharnos estaba que me subía por las paredes. Ya en la puerta, en esas despedidas que se pueden alargar por días tranquilamente, no se me ocurrió otra cosa que ponerme a jugar en las escaleras del porche de la casa. Y jugando al step y al avión que se estrella cuando se cae del último escalón, me pregunté: ¿Y si meto la cabeza entre los dos barrotes de esta barandilla de balaustres? El peligro fue lo último que ví. Y como me pareció una idea estupenda y todos los adultos que estaban a mi alrededor pasaban olímpicamente de mí, procedí a introducir mi cabeza entre los barrotes blancos. La diversión duró apenas unos segundos, basicamente, porque aquello de divertido no tenía nada. Así que, intenté salir. ¡Pero me había quedado atascada! Los barrotes se cerraban sobre mis orejas cada vez más y ejercían una presión sobrehumana en mi cabeza, que pensé que estaba a punto de explotar. Vi mi vida pasar ante mis ojos y me sorprendió que los demás no estuvieran llamando a los bomberos para liberarme. Yo empujaba con todas mis fuerzas, pero solo conseguía atascarme más. Lo que más me preocupaba en ese momento era la bronca que me iban a echar mis padres cuando los bomberos tuvieran que echar abajo los balaustres de sus amigos. Y entonces pensé en lo peor de todo. ¿Cómo pensaban romper el yeso sin partirme la cabeza a mí también? Mi mente trabajaba a mil por hora mientras a mi alrededor todos era normal, nadie se percataba del peligro que estaba corriendo con mi cabeza incrustada y aplastada y proximamente resquebrajada. Y entonces, ví la luz. Milagrosamente me día cuenta que aquellos barrotes malditos tenían forma de barriga, es decir, se ensanchaban al llegar a la base. Lo cual quería decir que si subía ligeramente mi cabeza hasta la parte menos estrecha podría sacarla. Y así fue. Una vez que el peligro hubo pasado, reconozco que me avergoncé profundamente de mi estupidez.


Y la segunda vez que estuve a punto de morir por atascamiento, todo ocurrió en un escenario muy diferente. Para añadir más terror e intriga, te diré que estaba bajo el agua. Estaba yo de vacaciones con mi familia en un hotel y una mañana, pasando el día en la piscina, ocurrió el desastre. La piscina conectaba  con la charquita de los niños pequeños a traves de unas pequeñas columnas que quedaban debajo del agua. Y entonces vi que una chica, ágil como una gacela, pasó de una piscina a otra a través de ellas. ¡Yo también quería hacer eso! Y bendita inocencia que me mantenía por entonces a salvo de cualquier idea o concepto sobre la gordura o los michelines. Me zambullí en el agua y me dirigí a las columnas, feliz y dichosa. Y todo fue bien hasta que mi barriga se quedó atascada. Ahí volví a ver mi vida entera pasar ante mí, mientras yo, presa del pánico, intentaba remediar aquel gigantesco error retrociendo inmediatamente. Pero sí, lo has adivinado, me había quedado atascada de nuevo. Traté de hacer palanca con mis brazos, impulsándome hacia atrás, pero sin resultado. El oxígeno empezó a faltarme y mi desesperación aumentaba por segundos. ¿Cómo iba a salir de allí con vida? En esta ocasión, lo de los bomberos no me pareció tan terrible. Si conseguía racionar el poco aire que me quedaba hasta que llegaran, me daba por satisfecha. Y mientras yo seguía empujando, intentando librarme de una muerte inminente. Y entonces, con un sutil efecto ventosa que formó una burbuja del tamaño de mi cabeza, de repente salí. ¡Era libre! Cuando nadé a la superficie y respiré de nuevo, me sentí más viva que nunca. Sensación extrasensorial que se vino abajo cuando me percaté de que nadie había advertido mi ausencia. Y eso que debía llevar horas ahí abajo.


Luego están los dedos atascados en las tapas de boli, en las botellas y en los anillos. O las manos o pies atascados en las espalderas de un gimnasio o en las máquinas dispensadoras de bebidas. Y te puedo asegurar que la angustia que se siente es exactamente la misma en cualquier caso. Puedes creerme.

Kendra.


Mi recomendación del día: Si alguna vez te paran esos prepotentes de la policía o la guardia civil (nunca los he diferenciado) para hacerte un control de alcoholemia, lo mejor que puedes hacer es poner al mal tiempo buena cara y cuando él te diga "sople, por favor", tú cierras los ojos y pides un deseo. No cuentes con que si sale positivo se te cumplirá, porque está claro que la suerte no es lo tuyo. ¡Que lo soples bien!

domingo, 20 de marzo de 2011

De Profesión Comentarista

Hola a todos!

Hubo un tiempo en que toda aspiración en mi vida giraba en torno a una sola idea: ser comentarista de televisión. De esos que se sientan en unos sillones comodísimos y echan la tarde comentando las idas y venidas de todos los personajes de la prensa rosa. Más o menos lo que hago yo con mis amigas, pero cobrando. ¡Menudo chollo!
Mi vocación nació a fuerza de pasar las tardes viendo este tipo de programas con mi madre. La mitad de las opiniones no podía escucharlas porque mi madre lo daba todo y gritaba hasta quedarse sin voz tanto o más que los propios comentaristas. Esa cadena de televisión siempre le deberá un sueldo.

Cuando a ese famosillo de tres al cuarto se le ocurría criticar al nuevo novio de la ex novia del hermano de la mejor amiga de su primera novia atacándole con vacaciones en las islas griegas pagadas con exclusivas de su vida privada vendiendo cuestiones tan básicas como el nuevo horno que han puesto en su cocina minimalista totalmente equipada en acero inoxidable, ahí estaba mi madre dándole una lección de humildad: "¡Cállate anda, que bastante has vendido tú tu vida privada!" o "¡Mejor te diera vergüenza, que has vendido hasta a tu propia madre!". Y cosas así.

La verdad es que razón no le faltaba. Por eso día a día me convencía más de que aquella era una profesión de futuro. Esos famosillos necesitaban que alguien los pusiera en su lugar y para eso había nacido yo. Lo llevaba en la sangre, eso no hace falta ni decirlo. Así que todas las tardes me sentaba en el sillón junto a mi madre, con un bloc y un bolígrafo, e iba apuntando los principios básicos para ser un buen comentarista.

En primer lugar, tienes que tener unos buenos pulmones y unas cuerdas vocales a prueba de bomba. Porque si no puedes gritar por encima de los demás para imponer tu opinión, pues no te sirve de nada ser comentarista. Después, es imprescindible que hables el idioma del pueblo; es decir, que digas siempre lo que el público quiere escuchar. Ya sean insultos o alabanzas, lo mismo da. En tercer lugar, has de tener tus fuentes. Esto es importantísimo. Si no tienes como contrastar las exclusivas, nadie te va a creer. Claro que una fuente puede ser cualquiera, persona o cosa: portero de discoteca, barrendero, cámara de móvil y así un sinfín de fuentes. Además, todo buen comentarista que se precie, debe aparecer siempre en plató con un tocho de folios que se rigen por un tamaño estándar: ni muy gordo para que no te haga parecer un fantasma ni muy finito que de a entender que no tienes ni exclusivas ni noticias que dar. También es primordial la buena memoria, para poder echar en cara al famoso todos y cada uno de los errores cometidos desde el día de su nacimiento hasta el actual; sin este tipo de información tu credibilidad puede ponerse en duda. Por último, has de tener un teléfono móvil y lo ideal sería que durante el programa en cuestión recibieras una media de tres llamadas y seis o siete mensajes de texto confirmando o desmintiendo exclusivas. Y dar por sentado que si el famoso no contesta el teléfono, la exclusiva se puede dar por cierta inmediatamente.

Esto es, resumidamente, cuanto necesitas para salir en la tele y cobrar un pastón. Requisitos como carreras universitarias o nociones básicas sobre periodismo están sobrevaloradas; realmente, no tienen cabida alguna en esta profesión. Son, básicamente, un cero a la izquierda. Sin contar que tu posición de criticón te salvaguarda de verte en el punto de mira. "No estamos hablando de mí. Yo no estoy sentada en un plató de televisión cobrando por contar mi vida". Si te aprendes esta frase y la sabes utilizar correctamente, todos los caminos se abrirán para ti.

Yo creo que casi cumplo con todos los requisitos. Solo me falta saltar a la fama, pero como para eso vale cualquier pretexto, es el punto que menos me preocupa. Hay miles de concursos a los que ir para darme a conocer y otros millones más de famosos con los que tener un affaire o, como mínimo, que parezca que lo he tenido. Basta con ir a cualquier evento y sacarme un par de fotos con un famoso cualquiera (todos valen sin ningún tipo de excepción) y luego venderlas. Y ya está, tu fama está garantizada. Luego solo es cuestión de hacerme cada vez más conocida y ya contar con el contrato sobre la mesa. Todo el proceso puede durar algunos meses, pero vale la pena.

En cualquier caso, creo que he nacido para esto. Es una profesión hecha a mi medida y cuento con la ventaja de tener el beneplácito de mi madre. Nada nos hace sentir mejor, que saber que nuestros progenitores están orgullosos de nosotros. Y ya con el tiempo, incluso puedo conseguirle algún trabajo a mi madre también, estarían encantados de contar con una comentarista como ella. Lo tiene todo: sabe gritar, es polémica y le caen mal todos los famosos. Y yo, por suerte, lo he heredado todo.

Kendra.

Mi recomendación del día: No te encojas de hombros cuando llueva, no sirve de nada. Te vas a mojar igual. Es un acto reflejo, pero la próxima vez, evítalo y mejor cómprate un paraguas. Hace mucho más efecto, siempre y cuando no se te vire del revés y hagas un ridículo espantoso. ¡No te mojes!

jueves, 17 de marzo de 2011

Desastres

Hola a todos!

Estoy deseando llegar al cielo para conocer a unas cuantas personas. Pero sobre todo, a ese tal Murphy. ¿Alguien sabe quién es exactamente? Porque a mí al menos no me ha pasado desapercibido el hecho de que sea el tipo más odiado del universo y, a la vez, el más anónimo. ¿Que era un ingeniero de desarrollo que jugaba con cohetes? Pues a mí con eso no me dices nada. Que de la cara, que se la queremos ver todos.
Nos ha hecho la vida imposible y gracias a él, ahora un martes trece se pueda dar cualquier día de la semana y cualquier día del mes. Un genio, vamos.

A ver que culpa tengo yo de los problemas psicológicos de ese señor. El mayor castigo que puedo recibir es pasarme cuatro días esperando ESA llamada, para recibirla justo cuando solo me queda una rayita de batería y, no hace sino sonar, (en lo que a Lady Gaga le da tiempo de decir "Gaga oh la la") y escuchas ese agradable pi pi pi, que en lenguaje coloquial quiere decir "te aguantas por no ponerme a cargar antes". Si lo hubiese sabido, en lugar de pasarme cuatro días llevándome el móvil al baño y metiéndolo dentro de una funda plástica para poder bañarme con él, habría empleado ese tiempo en tenerlo enchufado y mantener la batería en plena forma. Pero claro, gracias a ese señor, la llamada pasó de ser esperada a ser no deseada.


Ahí no acaba todo, porque seguramente, en el otro hemisferio, una chica ha tenido un día redondo y perfecto. Ese día, precisamente el día de esa cita tan importante (ya te puedes imaginar con quién), no adivinas quién se despierta conmigo. ¡Sí! ¡El grano! "Buenos días señor grano, me alegro de verle. Ahora estoy ocupada, ¿podría pasarse la semana que viene?" Porque no esperes que sea tan diminuto que el ojo humano no pueda apreciarlo, no, de eso nada. Será tan grande como Brasil y podrás verlo incluso de perfil. Tan grande que una camara con detector de caras lo reconocería.

Y aún así, cuando me esté bañando y comenzar mi proceso acicalamiento para mi cita, se acabará el agua caliente en el preciso instante en que me acabo de enjabonar el pelo. ¡Qué desgracia! Si al menos me hubiese pasado cuando tenía la mascarilla, por una vez habría cumplido los tres minutos interminables de rigor que debo llevarlo puesto para que haga su efecto alisador y repare mis puntas y fortalezca mis raíces correctamente. Pero no. El agua se acabó justo cuando tenía jabón y no me queda otra que buscar a tientas una toalla, tirando de paso botes de champú y desodorantes y perfumes varios, para poder quitarme la espuma que tengo en los ojos y que me escuece tanto que probablemente mis retinas se han derretido como una bola de helado abandonada sobre el asfalto. Y después, sesión intensiva de frota que te frota hasta que te salga sangre para amortizar el tiempo hasta que vuelve a haber agua caliente.


¿Y luego? Fácil y sencillo. Con la vaga esperanza de contrarrestar el efecto atrayente que todo grano posee, decido ir a la peluquería. Porque soy tan ilusa que creo que si consigo desviar la atención lo suficiente de mi frente/cachete/barbilla con un peinado moderno y orginal, el forúnculo puede pasar desapercibido. Y después de pagar más de la mitad de mi sueldo a una peluquera con poco gusto y un concepto de la modernidad basado en los años setenta, salgo de ese infierno, orgullosa al menos de mis mechas recién hechas y de mi pelo liso y sedoso. ¿Y quién me espera fuera? Por supuesto: Noé con su arca y todos los animalillos haciéndome señas para que me suba con ellos si no quiero ser arrastrada por el diluvio que está cayendo. Y adiós a la sedosidad de mi cabello y al aspecto brillante de mis mechas. En un segundo, el trabajo de un mes se disuelve bajo las alcantarillas.


Sin perder la esperanza aún, más por orgullo que por amor propio, decido no cancelar la cita. Al fin y al cabo he llenado mi cupo de desgracias por ese día. Y ahí están los dioses humoristas con la última palabra. Cortesía del señor Murphy, tengo la suerte de encontrar uno trás otro, todos los semáforos en rojo. Que sumado a lo que he tardado en arreglarme el peinado yo misma para dejármelo hecho unos zorros y untarme capas y capas de maquillaje a mí y a mi nuevo amigo, el resultado es que llego, sí, dos horas después de la hora acordada.


Y para cuando ya estoy allí, en mi cita importante, he pillado tal catarro que mi nariz está roja y congestionada y las velas se disputan su caída más veloz para rebosarse por toda mi cara. Contenta de estar ahí al fin, saludo como buenamente puedo con un nasal: "Nola, ¿cobo estás?"

Kendra.


Mi recomendación del día: No te dejes llevar nunca por las apariencias. Deja que tu insitinto se encargue de todo. Si una vocecilla te dice que ese tipo vestido a la moda, elegante y moderno, es un imbécil profesional, hazle caso. No fallarás. Y si esa vocecilla te dice que esa chica tan mona y delgada es tan tonta que no sabría ni darte la hora, de nuevo, créele. Hay cosas que, simplemente, saltan a la vista. ¡Que aciertes mucho!
   

miércoles, 16 de marzo de 2011

Todos en Fila

Hola a todos!

¡Por fin se acabaron los carnavales! No me malinterpretes por favor, pero si tengo que volver a hacer cola para hacer pis, el año que viene me voy a tener que disfrazar de enferma de riñón o algo así. Reconozco que son mis fiestas favoritas de todo el año, pero si se oragnizaran un poco mejor serían perfectas. Y lo peor de todo es que no se soluciona nada con el fin de los carnavales, porque el próximo fin de semana volveré a salir y me encontraré de nuevo esas odiosas colas en cualquier discoteca. ¿Por qué?  Las mujeres estamos condenadas a hacer colas interminables mientras que del baño de chicos entran y salen continuamente. Una de dos: o hay muy pocos tíos (lo cual es muy probable) o ellos tienen una vejiga del tamaño de Rusia. Y claro, nosotras, con nuestras vejigas diminutas tenemos que aguantar de pie sonriéndonos unas a otras con compasión. Eso sí, sales de allí con un millón de amigas nuevas. La misma que diez minutos antes empujaste descaradamente cuando pasaste a su lado y ni siquiera le pediste perdón, más tarde se convierte en tu mejor amiga y puede que incluso compartas tu maquillaje con ella. En otras palabras: hacerse pis, hace amigas.

Yo siento una especial aversión a las colas en la carretera, la caravana común y corriente. ¡Qué cosas tan horribles estás obligado a ver! Como si no fuera suficiente castigo poner el broche final de tus vacaciones pasando tres horas enfrascado en medio de un atasco, con un calor sofocante y el recuerdo de esos bellos días bajo el sol evaporándose entre el humo de los coches. Encima, tienes que soportar todo tipo de espectáculos. Como ese señor al que llevas veinte minutos viéndole el careto y que en un momento dado, sin previo aviso, comienza a escarbarse la nariz en busca del moco perdido. Y al parecer, no se lo está poniendo fácil, porque ese señor busca y busca como si no hubiera un mañana. A veces bajaría la ventanilla y les gritaría: "¿Necesita ayuda, señor? Creo que tengo un pico y una pala en el portabultos; cuatro manos hacen más que dos".

Por no hablar de ese cangrejo humano, que conduce rígido y con la espalda ligeramente separada del asiento y tiene una línea blanca en la frente de dos dedos de grosor con la que nos está indicando que ha sido el orgulloso propietario de una antiestética gorra de propaganda. Ése que, aunque nadie lo diría está manteniendo una animada conversación o incluso una discusión sin que sus rasgos faciales se alteren lo más mínimo, cortesía de un finísimo bronceado que le ha otorgado una delgada capa de acartonamiento y ese aspecto de piel de lagarto que parece que si lo tocas, estallará como una pompita de jabón.

El mejor de todos es ése que después de dos horas y media de caravana, se le ha aparecido toda la corte celestial en el asiento trasero de su coche y le ha confiado el secreto del universo que hará que los coches se dispersen como en el milagro de la separación de las aguas. Y allí él, cual Moisés, alza su vara a las orillas del Mar Rojo y con la tranquilidad y la seguridad del que tiene la certeza absoluta de la verdad en sus manos... toca la pita. ¡Claro que sí! A nadie se le había ocurrido antes que a tí, si lo hubiésemos sabido antes, podríamos haber salido de este embotellamiento hace días. Gracias.

Pero yo, que soy una humilde conductora, me limito a subir el volumen de mi radio y me dejo llevar por los acordes de mi canción preferida, cantando hasta rozar los límites del grito desquiciado. Y me miran sí, pero los agujeros de mi nariz no superan las medidas estándar aprobadas por la sociedad; y me miran sí, pero mi bronceado tiene el color que tienen que tener todos los bronceados: marrón. O algo que se le parezca, pero en líneas generales, siempre dentro de esa tonalidad. Nada de rojos ni naranjas, no. Marrón dorado. Y me miran sí, pero sé que es mi destino pasar las siguientes tres horas de mi vida en el coche atascada en una caravana de miles de kilómetros y sé además, que nada de lo que haga o diga va a cambiar esta situación.

Pero el colmo de las colas es la de esperar para pagar. ¡Habráse visto! Debería haber colas de dependientas esperando para ser las afortunadas elegidas para cobrarme y no al revés. O para ir al médico. Pero qué tontería. Si voy al médico es porque estoy enferma y en casa no voy a curarme por arte de magia. Si quisiera pasar la tarde rodeada de gritos y señoras mayores que hablan como cotorras y cotillean como marujas de patio, me quedaría en casa viendo Sálvame.

Pero ya se sabe: la vida es de los valientes que se ponen en cola y tienen el valor de aguantar hasta el final. Y yo solo soy valiente si tengo mi música para evadirme y dejar de ver cosas horribles y abominables. Ya maduraré.

Kendra.

Mi recomendación del día: Si estás interesado en aprender idiomas, te recomiendo el francés o el italiano. Basta con que hables español y pronuncies las erres francesas y estés muy serio todo el día y utilices expresiones como "Oh, la, la" o "Et voilà" en el caso del francés o que hables español acabando todas las palabras en "i" y que utilices todos los nombres de pasta que te sepas, como "macarroni" o "caneloni". ¡Oh, la, la, tortelini!

martes, 15 de marzo de 2011

Ridiculeces

Hola a todos!

¿Alguna vez has intentado mirarte a los ojos? Pues yo sí. Es una de esas ideas descabelladas que me pasan por la mente de vez en cuando, en esas raras ocasiones en que mis dioses prefieren ridiculizarme sin tener que intervenir ellos mismos. Pero es que no se puede, es físicamente imposible. ¿Por qué los ojos ven pero no pueden mirarse? Qué profundo. Puedo pasarme horas delante del espejo sin que ocurra nada, absolutamente nada, excepto quedarme bizca.
Claro que siempre procuro dedicarme a estas tareas insostenibles cuando estoy sola y nadie puede apreciar la magnitud de mi estúpidez en todo su esplendor; aún conservo un poco de sentido común y del ridículo. Supongo que debido a la educación tradicional que he recibido y las sentencias de mi madre: "Cuidadito con lo que haces... - pausa de efecto, dramatismo concetrado, dedo índice preparado para señalar - ... porque siempre me entero". ¿Cómo lo hace? Me preguntaba yo, ilusa. Solo de grande comprendí que no lo sabía, que nunca llegaba a averiguarlo; simplemente me conocía y sabía que si no me lo advertía acabaría montando un destrozo allá donde me encontrara. Por algo mi tío siempre que entro a una habitación me grita: "¡Ay, tractor! Ahí va el tractor".

Seguro que es otro de mis poderes mágicos. Una capacidad extrasensorial para atraer y repeler los objetos que se encuentran a mi alrededor o peligrosamente cercanos. Resulta que si yo camino entre dos objetos cualesquiera (figurita de porcelana o televisor, lo mismo da) a una distancia de un kilómetro de ellos, gracias a mis poderes podré hacer, casi con absoluta seguridad, que el objeto en sí se tambalee durante unos segundos y luego se estrelle contra el suelo, rompiéndose, claro. Y del mismo modo, por obra y gracia del universo, puedo lograr que un lápiz/vaso/plato/bebé se me caiga de las manos inexplicablemente. Como si me escociera la piel el mero contacto. Puedo asegurar que es algo francamente desconcertante.


Pero hoy, antes de que pudiera darme cuenta, ahí estaba yo, tratando de mirarme a los ojos. Y no recomiendo que lo hagan en casa. Es simplemente, imposible. Como esas chorradas de lamerte el codo o mirar al techo sin abrir la boca. El otro día, sin ir más lejos, me tentaron a tocarme la última muela con la lengua. Decían que no era posible, pero aún así, yo lo logré. Claro que durante los quince minutos posteriores sufrí un horrible calambre que me dejo la lengua dolorida para el resto del día.
Pero todo sea por desmontar toda esa serie de estupideces que somos capaces de hacer cuando nos retan. Hoy me tocó a mí, pero ándate con ojo porque mañana te puede tocar a tí también. Desafortunadamente, nadie queda fuera del protector abrigo de la imbecilidad humana. Como esa manía que tenemos de abrir la nevera ochocientas diecinueve mil veces. Somos así por naturaleza. Al menos yo.

A mi, por ejemplo, me hacen mucha gracia esos señores que se levantan de un brinco cuando les suena el teléfono móvil y se ponen a hablar a gritos para que todo el mundo sepa lo importantes que son. ¿A tí también te ha tocado uno de esos en el avión? Madre mía, qué chulería. Deberían de cobrarle billete también. Una vez, cuando iba a Lanzarote de vacaciones para ver a unos amigos, hubo un retraso en la salida del vuelo porque habían unos cuantos militares haciendo prácticas en el espacio aéreo donde debería estar volando mi avión. En cuanto nos avisaron desde cabina de lo que estaba ocurriendo, se produjo un tumulto cuando todos los pasajeros sacamos los móviles que ya habíamos apagado obedientemente, para volverlos a encender. Todo el mundo mantenía conversaciones parecidas avisando del retraso. Todos menos yo. Yo no mantuve ninguna conversación porque como no tenía saldo "sufuciente para realizar una llamada de más de un minuto", tuve que ponerme a enviar frenéticamente un mensaje a mi cuñada para que lo publicara en mi muro y se enterara todo el mundo de una vez.


Pues resulta que el señor enchaquetado de la fila de al lado llamó a su mujer y a voz en grito le contó lo sucedido, comentándole que "los payasos de los militares estaban jugando a la guerra". Lo cual provocó unas risitas a lo largo de todo el pasaje. Y se despidió con unos cuantos disimulados "si, yo también. Si, cariño. Si, yo también te quiero". Más risitas. Y no contento con ello, visto el éxito que estaba teniendo como humorista, aunque ya se había despedido, se lanzó de nuevo contra los militares y el gasto público y que a él nadie le pagaba esa pérdida de tiempo. Cuando quedó satisfecho con su mitin particular y tras asegurarse de que había captado toda nuestra atención, volvió a despedirse de "cariño" y me miró con su cara de imbécil y soltó una risita petulante poniéndo los ojos en blanco. Me planteé seriamente durante unos segundos si responderle eduacadamente o no. Así que le miré fijamente unos minutos más y como si no le hubiera visto, me volví hacia la ventanilla y lo ignoré por completo. A estos tipos hay que tratarlos como si no existieran no vaya a ser que se piensen que a alguien le interesa su pomposa y ridícula vida.

Kendra.

Mi recomendación del día: Según la sabiduría popular, una persona (humana, entiendo yo) debe beber entre un litro y medio y dos litros de agua al día. Está bien, pero entonces, ¿por qué no incluyen la vejiga de hierro en acero inoxidable con las botellas de agua? Yo al menos, si me bebo más de dos vasos en media hora, pasó la siguiente media realizando cómodos paseos hasta el baño dando brinquitos sin poder separar las piernas y temiendo que dentro de mí tenga lugar una desagradable implosión acuosa. ¡A beber bien!

lunes, 14 de marzo de 2011

Vamos de Fiesta

Hola a todos!

Como dicen por ahí, un domingo sin reunión familiar, no es domingo. Pero es una mentira grotesca. Un domingo en casa viendo películas debajo del edredón con una botella de agua al lado (para recuperarnos del fin de semana y sus excesos), eso sí es un domingo. No tiene nada de gracia tener que levantarte a las ocho de la mañana, probablemente después de acostarte a las seis, y tener que ir a una reunión familiar. Donde se supone que todo lo que tienes que hacer es poner buena cara, sonreír todo el tiempo para que todos vean lo contento que estás y aguantar con pacencia los apretones de tu tía abuela y las críticas más variadas sobre tu pelo, tu ropa y tu peso. Eso no hay persona que lo aguante. Es un castigo por salir a divertirte la noche anterior.
Y encima te obligarán a comer, cuando solo de oler la mayonesa sufres esas arcadas tan inhumanas de cualquier día de resaca.

Pero no queda ahí la cosa. Tu familia siempre encontrará una excusa para hacer una reunión; ya sean cumpleaños, comuniones o, como dice mi tío, una reunión para "sentar las bases". (Te preguntarás: ¿Sentar las bases de qué? Nadie lo sabe, forma parte del secreto del universo). Pero al final, tengan la etiqueta que tengan, todas acaban siendo esas desagradables reuniones de domingo con todo lo que conlleva. Solo hay una variante: las fotos. Venga a gastar carretes y carretes en fotos con la niña de la comunión, el niño del cumpleaños o la pareja que se casa. Y ahora, con las cámaras digitales y los móviles es un no parar. Todo para que alguien (el más audaz de la familia) cuelgue tus fotos en Facebook y salgas en todas y cada una de las fotos mirando a otra cámara, a otra de las tres mil quinientas que te apuntaban y el resultado es esa cara de parda que te queda sonriendo asqueada y con el perfil malo. Más que el cumpleaños de un niño de seis años parece un photocall; y como siempre hay una tía entrometida que lo quiere saber todo sobre ti, pues acabo sintiéndome cual reina del papel couché. El lunes siempre tengo el impulso de pasar por el quiosco para comprar la revista en la que ha salido el reportaje de mi vida.

Otra de las fiestas que llevo muy mal son esos reencuentros tan de moda ahora con los compañeros del colegio. ¡Del colegio! ¡Si la última vez que los ví tenía trece años! Es una noche muy patética en la que tienes que aparentar que los años no han hecho más que favorecerte cuando se podría decir que si has avanzado algo, en todo caso, ha sido hacia atrás. Y después tienes que abrazar con fingido afecto a esa compañera que no tragabas porque se supone que esas rencillas ya quedaron atrás ("Los problemas que hemos tenido en la casa están olvidados, cuando salgamos nos vamos de cañas", más o menos eso). Y los primeros quince minutos no nos dedicamos a otra cosa que a olisquearnos como perros y pensando cosas del tipo: "No creí que su culo pudiera crecer más" o "Por favor, sigue siendo tan memo como en sexto de primaria". Y cosas por el estilo. Es inevitable, estos reencuentros solo sirven para regocijarnos en la confirmación de nuestros más ocultos deseos. Que no son otros que saber que a tus compañeros de colegio no les va tan bien como querían cuando eran niños.

Pero las que más me impactan, son sin duda, las bodas. En primer lugar, ninguna mujer va a una boda para compartir con la pareja ese día tan importante. De eso nada, monada. Estamos allí, y de las primeritas además, preparadas para, en cuanto aparezca por la puerta medio centímetro de tela blanca, colocarnos en posición: pies de puntillas aunque te partas los dedos de los pies (qué mas da, eso es un mal menor), cuello estirado cual jirafa salvaje, ojos abiertos como platos para no perder detalle y, lo más importante, el modo cuchicheo activado para comentar todos y cada uno de los rincones de la novia. "No le sienta nada bien la palabra de honor, parece que los pechos se van ya de luna de miel", "El ramo es un poco chapucero", "¿El maquillaje no te recuerda al que llevaba los últimos carnavales?". Las típicas cosas que decimos cuando otra de tus amigas/primas/cuñadas/completas desconocidas tiene la desfachatez de casarse antes que tú.
Y en la celebración nunca falla el cuñado que se emborracha e insiste en bailar un pasodoble con la novia y le pisa el vestido quinientas veinticuatro veces y le echa la ceniza del puro en el escote y le tira su copa de whisky con cocacola por encima del vestido. Y la abuela emocionada que no para de llorar. Y los niños incoridiosos que se pasan toda la noche corriendo a tu alredor y poniendo en grave peligro tu integridad física.

Seguro que te acaban de entrar unas ganas locas de irte de fiesta. A mi me pasa igual. Unas ganas locas. Sí.
Merece mucho la pena tener familia y amigos para poder compartir esta clase de momentos tan especiales e inolvidables. Aunque ser repudiada y rechazada por tu familia y la sociedad en general no suena tan mal ahora mismo, ¿no?

Kendra.

Mi recomendación del día: No puedo dejar pasar un día más sin mencionar desde aquí el desastre acontecido en Japón recientemente. Kendra se solidariza con todo el pueblo japonés, esperando que las desgracias no se sigan sumando y pronto puedan comenzar de nuevo. Realmente parte el alma ver los duros momentos que están atravesando; vivirlo debe ser una experiencia para olvidar. Mucha fuerza y ánimo. ¡Estamos con Japón!

sábado, 12 de marzo de 2011

Al volante

Hola a todos!

Hará cosa de un par de meses acompañé a una amiga en una de sus prácticas de conducir. ¡Qué pesadilla! Si yo hubiese sido ella, habría estrangulado con mis propias manos a ese señor, al que ella insistía en llamar profesor. Que manera de dar órdenes, de gritar, de imponer su voluntad. Si a ella le apetecía girar a la derecha aunque hubiese una señal de prohibido como una catedral, ¡déjala a la criatura! No era necesario gritar de esa manera, ni tanto bocinazo, y mucho menos todo el alboroto que se montó cuando se colapsaron los cuatro carriles de la autopista. No era para tanto, lo sé yo que estaba allí.

Yo ya sabía que mi amiga aún confundía algunas señales, algo que le ocurre al más experimentado conductor. Una falta leve de tercer (o incluso cuarto) grado, lo llamaría yo. Pues como se puso ese hombre, qué barbaridad. En mi vida había escuchado tal cantidad de improperios y despropósitos. Si la probre muchacha, nerviosa y confundida por culpa del profesor principalmente, se clavaba en seco en los ceda el paso y despachaba los stop como a los pantalones de campana, no me parecía a mí que hubiese necesidad de armar aquel jaleo. Bocinazos, gritos e incluso insultos. Hubiese invitado a ese hombre a una tila calentita si no hubiese estado tan ocupado pisando el freno con ímpetu todo el tiempo.
En un momento dado incluso le pedí que pusiera un poco de música y me fulminó con la mirada de tal manera que estuve a punto de fundirme con la tela del sillón. Estaba empezando a darme verdadero terror.

Y llegó el momento de aparcar. Estuve a punto de postrarme de agradecimiento porque aquella pesadilla fuera a acabar pronto. Pero ni aún así dejó de ser cruel y malcriado. Después de una maniobra con mucha técnica y maestría, el hombre se bajó del coche y se acercó por el lado del conductor y comenzó a hacer aspavientos y a chillar aunque no pude entender casi nada porque las ventanillas estaban subidas; pero dijo algo sobre acercar la acera al coche y que si se suponía que debía hacerlo él, o algo así. No estoy segura, porque a esas alturas nos habíamos puesto a hablar de lo que nos íbamos a poner esa noche para salir.

Está claro que no todos conducimos igual, pero que sabemos hacerlo es algo incuestionable. Cada uno a su manera, como debe ser. Igual que tenemos diferentes caligrafías o distintos gustos a la hora de vestir, no quiere decir que no lo sepamos hacer, ¿no? Aunque tu letra sea un montón de basura ininteligible o mezcles rayas con cuadros, nadie puede criticarte por eso. Bueno, en realidad sí. Basta que salga una loca a la calle con un cubre-hombros para que nos pasemos tres días criticándola. Pero no me refiero a cosas tan importantes, ya sabes que quiero decir.

De lo que realmente estoy a favor es de cantar en el coche. Creo que se está perdiendo un poco esta vieja costumbre y no debemos permitirlo. La emoción, el éxtasis, los gallos... Es un profundo sentimiento que surge en ese maravilloso instante en que suena por la radio "esa canción". Es tu oportunidad, tu momento de gloria. Y lo das todo sin pensar en las consecuencias ni en toda la gente que te está mirando desde los otros coches. Por un momento incluso crees que cantas tan bien que ni el oído más agudo podría distinguir tu voz de la del cantante. ¡Cuánto talento! Supongo que se sobrevalora demasiado el cantar en la ducha, cuando lo que realmente apasiona y entusiasma es cantar mientras conducimos.

Ahora me dirás que nunca has escuchado una canción y has dicho: "Pasámela para ponerla en el coche". O que no tienes un cd por ahí que se llama "Musiquita guapa pa´l coche". Y eso solo es una simple y pobre excusa para cantar apasionadamente cuando nadie nos ve, o al menos eso esperamos. A mi hermana la han pillado muchas veces, pero como da más vergüenza parar que continuar cantando, ella sigue a lo suyo aunque haya un grupo de niños de trece años señalándola y riendo a carcajadas y montando un espectáculo delante del coche.

Es como cantar en los conciertos. Yo fui una vez a uno y me tocó justo delante de la fan histérica. Razón por la cual nunca he vuelto a ir a otro. Pensé que me quedaba sorda y que nunca volvería a recordar los sonidos. Gritaba de tal manera que mi único consuelo era pensar que si yo que me quedaba sorda, ella se quedaría muda. Vociferaba solo para mí, en exclusiva. Su boca quedaba justo a la altura de mi oreja izquierda y durante dos horas y media la escuché en vivo y en directo; sobre todo en vivo. Así que, pasé aquella agradable tarde asistiendo al concierto privado de aquella completa desconocida. No pude escuchar ni una sola vez la voz del cantante, porque además, cuando hablaba, la chica se ponía a gritar como una loca y no me enteraba de nada. Eran alaridos histéricos, como una mujer de parto o un cerdo en el matadero. Aún así, yo tuve que mantener el entusiasmo y no borrar la sonrisa de mi cara porque había ido con un chico que me gustaba mucho y era el concierto de su grupo favorito. Si no hubiese contenido tan perfectamente las caras de asco y las arcadas y si no me hubiese controlado con una fuerza estoica para no darle un bofetón a aquella niñata, probablemente nunca lo habría vuelto a ver.
Claro que ahora me hubiese gustado hacerlo. Son cosas que pasan.

Kendra.

Mi recomendación del día: Si te interesa y te gusta, lee todo lo que puedas de Nicholas Sparks. Simplemente te enamorará. Y si no tienes tiempo para leer, puedes ver sus pelis porque ha escrito libros tan buenos que se merecían una película. Aunque creo que si tienes tiempo para ver películas pero no para leer, algo falla. Medita sobre eso. ¡Que lo leas bien!

viernes, 11 de marzo de 2011

Estafa Saludable

Hola a todos!

Hoy me apunté en el gimnasio. Sí, es viernes, lo sé. Pero, ¿sabías que si empiezas a ir al gimnasio un lunes, al día sigueinte tienes que volver? Pues si empiezas un viernes eso no pasa. Así que fui hoy, me destrocé un par de músculos, me torcí un tobillo porque la cinta andadora se volvió loca en un momento dado y sudé como nunca había sudado en mi vida.
Pero cuando salí estaba tan cansada y frustrada que me metí en la primera cafetería que ví, casualmente justo enfrente del gimnasio, y me zampé un batido de chocolate y cuatro o cinco donuts. En el tercero perdí la cuenta por orgullo y amor propio. ¡Qué cosa tan espantosa! ¿Y a eso es a lo que llaman vida sana y saludable? Después del día de hoy, tengo claro que si me muero y voy al infierno (y tengo muchas papeletas), estaré condenada por toda la eternidad a montar en esa maldita máquina de steps.

Si alguien te ha dicho algo bueno o positivo acerca de los gimnasios, sin duda te estaba mintiendo. Y probablemente le caigas mal. Hazme caso a mi que soy la entendida en estos temas y sigue este pequeño consejo: "Nunca vayas al gimnasio". No tiene nada que ver con lo que nos enseñan en las películas.
Para empezar, esos chicos que se pasean cansinamente estirando y doblando los brazos compulsivamente, ¿los hacen en serie y colocan un par de ellos al azar en cada gimnasio del mundo? Son todos iguales: chulos, imbéciles y con una espalda del tamaño de un hangar. ¿Y esos paseítos que significan? ¿Acaso eso les cuenta como entrenamiento? Porque después se les llena la boca al decir que entrenan cuatro horas al día. ¡Habráse oído mayor falacia! De esas cuatro horas, se pasan tres horas y cuarenta cinco minutos paseándose de arriba a abajo por toda la sala. De tanto paseo que se dan, puedes encontrarles (si es que te ves en la necesidad de algo así) siguiendo el rastro de baldosas gastadas que van dejando a su paso.
Y por no hablar del uniforme. Todos exactamente iguales. A mi no me dieron ni las gracias cuando me matriculé, ni una mísera toalla, y a ellos les dan el equipamiento completo. Esa camiseta de mangas huecas, blanca por supuesto, y unas cuatro tallas más pequeña. Eso es imprescindible, si no a ver para qué iban a ir ellos al gimnasio si no es para lucir músculos dopados. Y luego esos pantaloncitos que usan, diminutos, tan pequeñitos que no tienes necesidad de imaginar nada. Si existe una prenda de ropa contraproducente, son, sin ningún género de duda, esos pantalones.

¿Y las chicas? Estuve a punto de volver a salir cuando puse un pie en el gimnasio porque creí que me había equivocado de sala. ¡Aquello era un catálogo de Victoria´s Secret! Me quedé estupefacta. Pensé que ellas se lo curraban mucho más porque daban la impresión de estar muy acaloradas. Un par de chicas, probablemente adictas al ejercicio físico, tenían tanto calor que se habían quedado en sujetador. Y, a pesar de todo, no les faltaba ni pizca de maquillaje. Por suerte el colorete no es necesario en este contexto, pero no les faltaba detalle: delineador, rímel y gloss y todo un surtido de bisutería.

Me armé de valor y después de fingir que prestaba atención a uno de los monitores que se me acercó para explicarme lo que tenía que hacer, haciéndole caso omiso, me fui directamente a las cintas andadoras. ¡Las carga el diablo! Con esos botones hipersensibles y ese mecanismo incomprensible al que tardas más de un cuarto de hora en seguirle el ritmo. No me puse una velocidad muy alta para empezar, pero de buenas a primeras, quizá porque respiré más fuerte de lo normal, la máquina dichosa empezó a acelerarse y perdí el control. "¿Qué le pasa a este bicho?", pensé desesperada mientras intentaba seguirle el ritmo desenfrenado que alcanzó en cuestión de segundos. Luché y luché, me dejé los nudillos tratando de agarrarme a esa cosa como podía, el sudor me caía por la frente y me nublaba la vista, pero se veía de lejos que aquello era un fracaso anunciado y el final se acercaba a una velocidad de vértigo.

Y entonces salí disparada. No sé en qué momento mis pies dejaron de pisar la cinta y empezaron a volar por los aires. Solo sé que me rendí, porque aquella máquina era más fuerte que yo y nunca podría vencerla, y me detuve. Pero todo ocurrió en cuestión de microsegundos. En un instante tomé la decisión y al siguiente estaba volando. Lo peor de todo fue no ser consciente de lo que estaba ocurriendo y, sobre todo, por qué. El "por qué a mí" ya ni siquiera me lo planteaba. Me sé de unos que cuando se enteraron de que había decidido ir al gimnasio se habían pasado la noche en vela preparándome esta jugada.
Lo siguiente que sentí fue un golpe seco en el trasero y un objeto puntiaguado que se me incrustaba en la espalda. Pero al menos ya estaba en tierra firme. Desorientada y mareada traté de ubicarme. Antes de poder verlo, sentí que todo el mundo me miraba. Miré a mi alrededor y traté de darme la vuelta para ver qué me había golpeado la espalda y cuando ví a una de esas chicas en sujetador, por un momento pensé que me había clavado un pecho. Tenía todo la pinta de que podía haber sido así. Pero entonces la chica en sujetador se señaló el codo y me pidió disculpas, pero no sé por qué me dio la impresión de que en realidad me estaba echando la culpa de algo.

La Máquina Maldita continuaba aclerándose cada vez más y estaba vibrando como una centrifugadora. Instintivamente, me eché las manos a la cabeza para protegerme porque pensé que me saltaría encima. Se había dado cuenta de que continuaba con vida y quería rematarme. Después, uno de los monitores me dijo que estaba averiada y que tenía que haberme avisado. Pero no lo hizo, el muy imbécil.

Aún un tanto descompuesta por mi viaje estratosférico, me levanté y comprobé que estaba entera. Solo me dolía un poco el tobillo, un poco mucho. Pero como todos seguían mirándome, tuve que hacer como que no me dolía en absoluto y caminar con normalidad. Me arreglé el pelo y me sequé el sudor, bebí un trago de agua y comencé mi retirada. Quería transmitir que lo que había pasado era totalmente normal y que entraba dentro del calentamiento y que si ellos no lo sabían es porque no hacían los ejercicios correctamente. Y a pesar de que había llegado apenas veinte minutos antes, me fui fingiendo que estaba agotada de todo la actividad realizada y me dirigí a los vestuarios.

¡Y lo que ocurre en esos vestuarios es escandoloso! Pero ya te lo contaré otro día, porque ahora tengo que cambiarme la bolsa de hielo sobre la que estoy sentada.

Kendra.


Mi recomendación del día: Si comes chocolate y helados en cantidades industriales cada vez que te deja un novio, plantéate una cuestión muy básica: si sigues ingiriendo tales cantidades de azúcar, se te picarán los dientes y se te llenarán de agujeros y se te caerán, y lo más normal es que no vuelvas a tener novio. Así que cuando tu novio te deje, maquíllate, ponte tacones y sal a divertirte. Que estés soltera solo significa una cosa: ¡que el hombre de tu vida aún está por llegar! ¡Buena búsqueda!

miércoles, 9 de marzo de 2011

Personas

Hola a todos!

Espero que no hayas tenido la suerte de conocer a las personas con las que yo me he tropezado a lo largo de mi vida. Esas que una vez que te conocen te quieren a rabiar y todo son llamadas y publicaciones en tu muro enviándote besos, dándole al "me gusta" en todo lo que escribes, así sea una nota de suicidio; que te envían abrazos y cervezas y responden a mil preguntas sobre tí a través de cuatro mil aplicaciones diferentes. Esas mismas que pasados dos meses se han desinflado como un globo abandonado y la fuerza de ese cariño extremo se reduce a un par de invitaciones por semana para que seas su vecino en la granja de tu vida o como quiera que se llame ese juego.

O esas personas tan especiales que hablan y hablan sin parar, sin detenerse a pensar si las palabras que salen de su boca siguen un hilo conductor lógico o, simplemente, si tienen algún significado en sí mísmas. Esas que adoras porque llenan los espacios vacíos en los que tú aprovechas para repasar mentalmente tu lista de cosas pendientes mientras te acompaña el rumor de fondo de sus divagaciones.

O esas chicas que a primera vista parece que hablen contigo pero que realmente se están mirando en un espejo y gesticulan y mueven las cejas con frecuencia con la única finalidad de averiguar lo que ven los demás cuando ellas hablan. O esas tan graciosas que cuando se maquillan se ponen morritos a sí mísmas después de cada capa de rímel.

O esos chicos que siempre se presentan junto con un extracto de su cuenta bancaria y que no dejan de decir que no tienen dinero; que se detienen distraídamente delante de un restaurante de lujo y, por arte de magia, les ha entrado hambre voraz y no quedará más remedio que comer ahí mismo para que él pueda impresionarte pagando la cuenta (un equivalente de la deuda nacional de Argentina) restándole poca importancia y dejando casi la mitad de la cuenta de propina asegurándose de que tú la veas sobre el platito antes de que la retire un camarero de ojos desorbitados y un hilo de baba rumbo al sur en la comisura de los labios. Esos chicos tan adorables que te aconsejarán con una sonrisa encantadoramente abominable y prohibitiva que no te enamores de ellos, diciendo sin decir que son mucho para tí. Y a los que yo les diré desafiante: "Tienes demasiado dinero para mi gusto" y conseguiré que suene como si fuera un defecto detestable y, además, culpa suya.

O esas personas a las que, con todo el dolor de tu alma, nunca les respondes las llamadas porque sabes con absoluta certeza que solo te llaman para contarte sus fatalidades y a ti, entre otras cosas, te quitan las ganas de vivir. Esas que incluso el día antes de su boda son capaces de decir, con todo el pesimismo que pueden atesorar, comentarios del tipo: "Pero no sé tía, seguro que pasa de mi".

O esa gente que entra en el círculo vicioso de la conversación unilateral y acaban contradiciéndose y dándose la razón a partes iguales mientras tu les miras presa del desconcierto sin tener muy claro desde hace rato si realmente esa persona es consciente de que tú estás allí. Y en un determinado momento te preguntará: "¿Me entiendes?", como si fuera una cuestión fácil de contestar. Y una vez recuperado el aplomo y el sentido común dirá: "No importa, yo me entiendo", como si eso lo explicara todo y justificara las dos horas que acabas de pasar debatiéndote entre retirarte sigilosamente o arrancarte las orejas.

O esos chicos que les entra el pánico si advierten que vas a comenzar una conversación con ellos que, a todas luces, no incluye fútbol ni coches. Ese rostro desencajado y agonizante, suplicando misericordia, no tiene precio. O peor aún, esos que creen que te interesan una mínima parte ese tipo de temas, aunque prefirías prenderte fuego antes de hablar sobre córners y penaltis, y se lanzan emocionados a explicarte la regla del fuera de juego como si les fuera la vida en ello.

Está claro que podría escribir mucho más sobre todas las maravillosas y extraordinarias personas (en el sentido más amplio de la palabra) que he tenido el placer de conocer. A su manera, me han enseñado mucho. Sobre todo me han enseñado cómo no debo actuar o pensar para ser aceptada por la sociedad. Pero, ¿qué sería de mí sin todos ellos? Yo lo sé. Sería un ser desgraciado, sin personalidad ni criterio y sin un instinto de supervivencia especialmente desarrollado. Huelga decir que el mundo es muy grande y hay sitio para todos, pero si eres uno de ellos, respeta mi espacio vital o esto puede acabar muy mal.

Kendra.

Mi recomendación del día: Si quieres mantener viva una planta en casa, solo hay un sencillo paso a seguir: riégala. Creo que subestimamos el poder del regadío y en ocasiones obra verdaderos milagros. Eso, o cómprala de plástico y evítate toda clase de problemas absurdos, a parte de un ahorro considerable en aspirinas.

martes, 8 de marzo de 2011

Cal y Arena

Hola a todos!

Por obra y gracia de toda mi corte celestial de dioses al completo, toda mi vida ha sido una especie de balanza oscilante que se tambalea indecisa entre lo bueno y lo malo. Cada cosa buena que me ocurría, solo era el precendente de un desastre inevitable y grotesco. Si me gustaban unos zapatos, no había de mi número "ni en ésta, ni en ninguna otra tienda sobre la faz de la tierra"; si me encontraba con ese chico tan guapo inesperadamente, el rímel se me había derretido cara abajo otorgándome el grácil aspecto de un dulce oso panda; si llegaba tarde a alguna cita, mis amigos ya habían entrado al cine sin mí.

Y si rogaba y suplicaba con todas mis fuerzas que mis padres me compraran unos zuecos rojos que hacían un ruido espantoso al caminar, ¡mis padres me los compraban! Sí, después de llorar y sufrir por tener unos zuecos rojos, finalmente, estaban en mis pies. No cabía en mí de felicidad, siempre que podia me los ponía. Siempre que podía excepto en casa. Mi madre no me dejaba. Me decía que cuando caminaba con los zuecos dentro de casa parecía que se acercaba el fin del mundo y que probablemente los vecinos podían ver la casa temblar desde fuera.

Pero poco me importaba a mí eso. Tenía mis zuecos y eso era lo que más me importaba. Aunque mi hermana tuviera unos azules, nada podía minar mi alegría en esos momentos. Ni siquiera que incluso a mi hermano también se los hubieran comprado. Yo era feliz y, en retrospectiva, me atrevería a decir que era la única. Mi hermana se quejaba de que le hacían gallinas en los talones a pesar de que los zuecos eran abiertos por detrás. Tal era su desesperación ante la idea de llevarlos puestos alguna vez. En una ocasión, la escuché rezando para que le crecieran los pies.
Y mi hermano, simplemente, había recurrido a una técnica tan hábil como absurda. Nunca tuvo muchas luces, todo hay que decirlo. Pero desde que los zuecos hicieron su aparición en nuestra humilde morada, se limitó a fingir que no tenía pies. Él lo vio muy claro en ese momento, al menos en su cabeza.

Pero a todos nos ha pasado eso alguna vez, ¿no? Me refiero a cuando una idea o concepto es lógica y sencilla en tu cabeza y basta que la transformes en palabras y salga de tu boca para que se convierta en la mayor estúpidez dicha nunca por el hombre. ¿A que sí? Dime que esas cosas no me pasan solo a mi. Es un proceso extraño que se repite continuamente en mi existencia. Una vez que la idea es procesada por el lenguaje verbal, adiós al sentido común. Como cuando yo le dije una vez a mi cuñado que probablemente tenía frío porque últimamente no estaba haciendo ejercicio. Yo obvié alegremente el hecho de que tenía frío porque era seis de diciembre y estábamos de vacaciones en Alemania. Pero puedo jurar que cuando lo pensé tenía sentido. Le agradeceré eternamente que no se riera en mi cara. Esto me ocurre mucho más a menudo de lo que estaría dispuesta a reconocer.

El caso es que por fin tenía en mis pies los tan codiciados zuecos rojos que tanto había anhelado y aunque con el tiempo (no tanto tiempo, pero se trata de mí al fin y al cabo) estaban hechos una piltrafa, estropeados y llenos de manchas, yo los lucía como si fueran unos Manolo Blahnik y me venían igual de bien para un paseo de domingo que para ir a la playa. No quería quitármelos bajo ningún concepto, a pesar de que mi madre me obligaba a quitármelos en la puerta de casa cada día y murmuraba cosas como "tiemblan los cimientos como si esto fuera Japón". Y aunque mis hermanos me miraban resentidos y me odiaban en secreto, ellos no podían entender de ninguna manera que no era mi culpa que los zuecos tuvieran una oferta de tres por dos cuando mi madre los fue a comprar. Yo solo quería unos zapatos, no destruirles la vida.

Aquel verano fue sencillamente glorioso, espectacular. Pero la gloria y el espectáculo vinieron de la mano de ese desastre inveitable y grotesco. Yo no me merecía la felicidad que aquellos zuecos habían traído a mi vida, así que debía ocurrirme una fatalidad para que el equilibrio del universo se recuperara.
Casi como cada día, fuimos a la playa y yo aprovechaba para hacer resonar mis tacones de madera por todo lo largo y ancho de la avenida. A fuerza de tanta pasarela, había descubierto que los zuecos sonaban mucho más si caminaba sobre las baldosas de mármol en lugar de las baldosas de cemento. Y allí que me lancé yo con seguridad y un poco de chulería incluso. Sabía que ese claqueo insoportable me infundía respeto y grandeza.

Quiso la mala suerte (o los de allá arriba), que la franja de baldosas de mármol estuviera en el borde de la avenida y que esa seguridad y grandeza que yo me atribuía se me subieran a la cabeza. Caminaba tranquilamente por la banda más próxima a la playa, con la cabeza alta y contemplando a los bañistas cuando sentí que el zueco se ladeaba al borde de la avenida. No quise sentirlo, me negué desde lo más profundo de mi alma a sentirlo. No podía estar pasando esto. Otra vez.

Solo te diré que la distancia desde donde yo me encontraba hasta la playa era más o menos de un metro y te diré también que recuerdo perfectamente el momento del descenso, como si hubiera ocurrido a cámara lenta. Sentí que caía, despacio, mientras mis tobillos y la parte interior de mis muslos se restregaba con ahínco contra el borde afilado del mármol y tenía la desagradable certeza de que tarde o temprano aquella caída llegaría a su fin. Pero cuando esto ocurrió, contra todo pronóstico, lo único que pude sentir fue que me quemaba. La arena de aquella playa, un soleado día de agosto, no era otra cosa que lava ardiente que se me colaba por cada poro de mi piel, escaldándome las heridas recién hechas y abrasándome de arriba a abajo.

Me levanté como si me hubieran dado con un atizador en el trasero, cual suricato avistando enemigos y descalza (los zuecos habían saltado por los aires pero poco me importaba este dato en ese momento) ejecuté una bella danza sobre la arena, que consistía en dar brinquitos mientras pasaba el peso de un pie a otro y evitaba levantarme la primera capa de piel de mis plantas de los pies, mientras buscaba desesperadamente una escalera hacia la que correr y regresar al frescor de tierra fime cuanto antes.

Mi familia contempló el espectáculo, muda y desconcertada, tratándo de asimilar el hecho de que un segundo antes caminaba junto a ellos y un instante después había sido absorbida por ese horno. Recuerdo la verguenza, el dolor, la quemazón, el odio hacia mis zuecos rojos. Pero recuerdo, sobre todo, lo único que se le ocurrió decir a mi padre para ayudarme:
- ¡Muchacha, que el agua está más abajo!

Kendra.

Mi recomendación del día:  La mujer tiene un solo camino para superar en méritos al hombre: ser cada día más mujer. (Angel Ganivet)
Y otra de regalo:
¡Porque yo lo valgo! (L´Oreal)
¡Feliz día de la mujer!

lunes, 7 de marzo de 2011

Tenemos Visita

Hola a todos!

Navegando por internet hace unos días, leí que se espera la llegada de tres naves extraterrestres procedentes del Planeta, bien conocido por todos, Zeeba. Yo estoy que no duermo de la emoción. Siempre me ha gustado recibir visitas. Ese ajetreto previo, esa limpieza desenfrenada, esa ropa interior debajo de los cojines. ¡Maravilloso, sencillamente fantástico!

Claro que para esta visita, un tanto especial, las cosas serán un poco complicadas. Sobre todo por el hecho de que su única intención es colonizarnos y resultan ser un tanto hostiles. ¡Pero qué más da! ¿Cuánto tiempo hace que no viene nadie a vernos a la Tierra? ¡Un poquito de colaboración, por favor!

¿Que nos convierten en esclavos, nos torturan y nos matan? ¿Que utilizan nuestros cerebros para crear una raza superior? Maldita sea, son nuestros invitados. ¿Qué clase de anfitriones somos? ¿Qué impresión vamos a dar al resto del universo? ¿Qué van a pensar nuestros vecinos? Seamos un poco más tolerantes y comprensivos. Al fin y al cabo, parece ser que somos los últimos monos de toda la creación. Ahora resulta que, no solo no somos el único planeta habitado, sino que además, ni siquiera somos los más adelantados o inteligentes. Entonces, ¿quiénes somos nosotros para negarnos a formar parte del experimento que otra raza quiera realizar con nuestros órganos? Me parecería una grosería no colaborar con tal causa.

Yo estoy encantada con la llegada de nuestros visitantes. Llegarán en tres naves, una de ellas de grandes dimensiones, y no veo la hora de recibirles. Estoy tan ilusionada que no dejo de mirar al cielo cada segundo esperando su aparición inminente. Porque con esto de los años luz, no se ha podido precisar el momento exacto de su llegada. Algo, por otra parte, que me parece muy español y es una clara deferencia hacia nosotos, los humildes y normales humanos. Pero en cualquier caso, estarán con nosotros en los primeros meses del año. Ya están en camino, concretamente en Júpiter. Si no pillan atasco, los tendremos aquí en algún momento de marzo.

Yo personalmente, pienso estar preparada. Cada día, tardo más de lo normal en arreglarme (que ya es decir) y elijo mis mejores galas, para estar siempre preparada. Incluso duermo con mi mejor pijama, porque no podemos dar por hecho que no vendrán de noche. Y por si acaso, siempre dejo el bote de rímel en la mesilla de noche. ¡Debemos estar preparados, terrícolas! No podemos dejarles esperando en la estratosfera mientras nos adecentamos. ¡Sabe Dios que puedo tardar horas en lograr domar mi pelo!

Así pues, les quiero a todos ojo avizor sin perder de vista el firmamento. La cafetera lista para poner al fuego y algo para picar en la despensa. Estén provistos de vino, cervezas y un amplio surtido de refrescos. Pero nunca, jamás, les sirvan agua. Todos sabemos que el agua puede matarles. Bueno, lo sabemos solo los que hemos visto Señales, pero por si acaso, ya estoy yo aquí para ayudarles. Todas las botellas de agua fuera de la vista. Si es necesario, dejen en este momento de pagar sus facturas para no llevarnos una sorpresa. No vaya a pensar nuestra visita que pagamos el recibo del agua solo para irritarles. ¡Faltaría más! A nosotros a hospitalarios no nos gana nadie, que se note.

No dejen la limpieza para el último momento, limpien un poquito cada día y así no tendremos que avergonzarnos de nada cuando ya sea demasiado tarde.  ¡Y utilícen la escobilla del vater, que para algo está! No olviden reponer el papel higiénico y tengan toallas limpias. Si puede ser, tenga una habitación lista para poder alojarles. No sabemos cuantos pueden ser, así que debemos estar preparados.

Esta es una oportunidad única, no podemos desaprovecharla. Demostremos al resto de la galaxia que no somos unos ineptos incultos atrasados y desfasados que continuamos respetando la ley de la gravedad. Demostremos que podemos ser como ellos si nos lo proponemos. Demostremos que nos dejaremos colonizar solo para convencerles de nuestro incodicional apoyo a las invasiones alienígenas.

Kendra.

Mi recomendación del día: Si vas a hacer café, no olvides nunca ponerle agua a la cafetera o pasados unos segundos, ésta comenzara a desprender un desagradable olor a café chamuscado y dejará escapar un tóxico humo que derivará en una gran humareda que se convertirá en fuego y dejará una horrible mancha negra en el techo de tu cocina y un irritante olor indescifrable durante al menos tres semanas en toda tu casa. ¡Disfruten de ese buchito café!

domingo, 6 de marzo de 2011

Películas de Cine

Hola a todos!

Nada me ha dejado más desconcertada en toda mi vida que la película "El Orfanato". ¿Alguien más la ha visto? Pero no esa española, sino una americana y que tenía toda la pinta de ser grabada por unos estudios de esos independientes o como se llamen. Era rarísima. ¡Qué horror! Justo cuando terminó me di cuenta de que no la había entendido para nada. Ni un solo segundo de la película desde que salieron los rótulos del título. A mi esas películas de tramas complicadas me desesperan. Y me desespero yo y se desespera el que va conmigo al cine, porque debe pasar las siguientes dos horas explicándome toda la película hasta que logro entenderla de alguna manera.

Me gusta el cine, de verdad. Lo paso pipa comiendo a oscuras, porque como todo el mundo sabe, si no ves lo que te estás comiendo, no engorda. Lo dijeron en Cuore. Eso, o algo parecido. Pero no puedo seguir el ritmo de esas películas complicadas que juegan con la realidad y la fantasía. ¿Cómo pretende alguien que yo alcance a comprender la magnitud de los fantasmas que atormentan el alma de ese guionista? Me parece que es pedir demasiado. Yo soy más de películas ligeritas, típicas a ser posible. Y si tienen libro mejor, para asegurar. Donde esté una buena película americana tipo "chico conoce chica y chico hace una apuesta con sus amigos para ligarse a chica y al final chico acaba babeando por chica justo antes de que chica se entere de todo y lo deje; entonces chico le confiesa delante de todo el instituto que la ama y chica corre a sus brazos a cámara lenta mientras todos aplauden y lanzan sus sombreros al aire de pura felicidad", que se quite toda esa basura intelectual de autor. Esas películas de toda la vida, sencillas. humildes, repetitivas, no tienen precio. De esas que mi cuñado hace ver que no soporta y que luego vive con tal intensidad que incluso es el primero en soltar grititos y apretarte las manos emocionado en el momento del beso final.

¿Y qué me dices de esas películas con finales inconclusos? A mí al menos me dejan petrificada durante horas, sin poder moverme del sitio, con la vaga esperanza de que hayan vuelto a poner los descansos esos que había antes a mitad de las películas. No puede ser que alguien en su sano juicio acabe una película en mitad de una escena después de dos angustiosas horas de problemas que se solucionan para volverse a estropear y poder volver a solucionarse al menos en siete ocasiones más. No lo entiendo, sinceramente, no lo alcanzo a comprender.

Las que más me gustan son las de finales trágicos. Ésas son las películas que me parecen más auténticas, más reales. Cuando muere el protagonista y se salva el malo que consigue huir a una isla desierta y acaba bebiendo de una copa con un líquido azul y una sombrillita mientras sonríe socarronamente con un puro entre los dientes y siete mulatas pechugonas le bailan la samba a su alrededor. O en las que mueren todos, absolutamente todos y solo queda vivo uno que apenas salió en la película pero que te caía fatal y acabas tomándole cierto aprecio porque a pesar de que los guapos han muerto, él es el que mata al malo. Sé lo que estás pensando. Infiltrados. No te lo discutiré.


¿Y Gran Torino? Para empezar, ese hombre es un tanto inquietante. A mi me desconcierta muchísimo. Esa templanza tan agresiva, como si estuviera a punto de saltárte encima pero mantiene a la vez esa serenidad tan extraña. Estaba acostumbrada a películas muy diferentes de Eastwood y, francamente, me pasé toda la película esperando algo más, no sé exactamente el qué, pero algo más. Lo peor fue cuando descubrí que Gran Torino era un coche. ¡Un coche! Recuerdo que todo fue muy confuso y cuando la pantalla se quedó en negro casi no me lo podía creer. ¿Ya está? ¿Tanto rollo para esto? Pero reconozco que jamás me he atrevido a comentar esto fuera de mi círculo de amigas (tan ineptas como yo a la hora de reconocer el cine de calidad). Sé de oídas que ese señor es un dios en su mundillo y lo respeto, pero jamás dejaré de sentir ese eterno escalofrío que me sobreviene cuando aparece en pantalla. Y una duda que siempre he tenido sobre él: ¿Siempre ha sido viejo? Yo al menos nunca lo he visto joven y lozano, pero agradecería posibles referencias que buenamente me quieran aportar.

Y ahora, a riesgo de convertirme en tu peor enemiga y ganarme tu desprecio de por vida, tengo que reconocer que no entendí Los puentes de Madison. Lo siento, pero no tenía ni la más mínima idea de lo que estaba pasando ahí. Era demasiado... ¿lenta? No sé exactamente de qué se trataba, supongo que no estoy preparada para apreciar este tipo de películas de otro tiempo. Estoy muy mal acostumbrada, lo reconozco.

En realidad yo no se quién me manda a mí a hablar de cine, porque no tengo ni idea. Solo espero que comprendas mi falta absoluta de concentración y mi capacidad para captar tramas demasiado rebuscadas. No me odies, no merece la pena.

Kendra.

Mi recomendación del día: Viaja todo lo que puedas y aprende y absorbe cuanto te sea posible. Y vuelve solo cuando la necesidad de tu tierra te impida continuar el paseo. Yo he viajado mucho y ha sido lo mejor que he hecho en la vida y de lo que jamás me arrepentiré. Bueno, mi padre sí porque es el que me ha financiado mis excursiones, pero eso es harina de otro costal. ¡Buen Viaje!