sábado, 30 de abril de 2011

Madre No Hay Más Que Una

Hola a todos!


Mi vida nunca ha sido fácil. Y ya se vio venir desde antes que siquiera hubiese tenido tiempo de venir al mundo. Cuando mi madre estaba embarazada de seis meses (de mí, sobra decir), se llevó un susto y yo, un fetillo de nada, me di la vuelta. Que pensarás que fue un susto de muerte, algo horroroso que presenció mi madre provocando aquel desenlace. Pues déjame decirte que "el susto" tuvo lugar cuando mis hermanos rodaron por el suelo (sobre la colcha en la que mi madre los ponía a jugar) después de una trifulca sobre legos y playmobiles. Y ella, tal y como se indica en el manual de madres, temió por la integridad física de sus hijos temiendo que se sacaran un ojo con una barriguita o se lesionaran algún órgano si se clavaban un coche de carreras. Yo, ajena a la tragedia que estaba teniendo lugar allá afuera, recibí las ondas expansivas que mi madre me envió y lo mejor que pude hacer fue retorcerme en medio del líquido amniótico y quedarme del revés.

Esto no sería tan grave si no implicara el hecho de que el modo natural en que yo debía nacer, no podría darse. Debido a mi nueva posición (que ignoro si era más cómoda que la anterior, aunque lo dudo seriamente), el médico no vería mi cabeza en el momento del alumbramiento. Qué va, las vistas serían panorámicas y, desde luego, mucho menos agradables. Porque tal y como se esperaba, yo nací de nalgas. Sí, sí, al revés. Lo que se conoce como empezar con el culo, ese fue mi nacimiento. Y mi cabeza quedó durante unos segundos peligrosamente atascada. Pero por suerte era diminuta y todo fue éxito. Bueno, todo el éxito que pudo ser dadas las circunstancias.

A parte de eso, nací en otoño. Que no parece ser un gran problema a simple vista, pero a día de hoy, aún mi madre saca a relucir este dato siempre que tiene oportunidad (cuando no recojo mi habitación o llego a las tantas y monto un escándalo con los platillos del agua del perro). Empieza por argumentos sobre el orden y la educación que ella me ha dado, continúa con inspecciones de sanidad y acaba con su frase favorita: "Cría cuervos y te sacarán los ojos, que todavía me acuerdo del calor y las fatigas que me hiciste pasar aquel agosto. No me quiero ni acordar, a punto estuvieron de ingresarme la uci, niña desconsiderada". Y después esta lo del bajo peso con el que nací. Casi me meten en la incubadora, pero al final los médicos deshecharon esa posibilidad; supongo que porque no querían que alterara la paz beatífica de los otros recién nacidos con mi cara chupada y mi hocico de ratón.

Porque para añadir un punto más a la lista de las fatalidades de mi vida, era fea. Pero solo cuando nací, no te vayas a creer. Con los años, no ha quedado ni rastro de aquel lapsus de fealdad, te lo aseguro. Créeme, por lo que más quieras. Que ya bastante lloró mi madre durante mis primeros meses de vida. Si tenemos en cuenta que los únicos precedentes con los que contaba eran dos hijos preciosos, regordetes y rosados, cuando la pobre mujer vio aquel fardo arrugado y diminuto en sus manos, el mundo se le vino encima. Según sus propias palabras, parecía una ratilla y para que no me quedaran dudas gastó carretes y carretes (los de Kodak se hicieron el agosto en pleno invierno) haciéndome fotos durante todo un año.

Y resulta que salí traviesa. Sin duda un mero entrenamiento para lo que les esperaba a mis padres en el futuro. Las profesoras llamaban a mi casa día sí y día también para quejarse desquiciadas de mi mal comportamiento en clase, de que molestaba a mis compañeras y las pellizcaba y les mordía. Y de seguro que los sermones y los catigos no servían para nada, era algo instintivo que no podía evitar. Pero la anécdota preferida de mi madre, que no se cansa de contar, es la de cuando aprendí a caminar.

Resulta que estaba durmiendo en mi cuna, cuando tenía nueve meses, mientras mi madre limpiaba la cocina. Mi padre estaba trabajando y mis hermanos en el colegio, así que estábamos solas en casa. Y entonces, empecé a llamar a mi madre con mi voz de pito. Ella, sobresaltada, corrió a la habitación y cual fue su sorpresa cuando descubrió que yo no estaba allí y se encontró con la cuna tumbada en el suelo. En ese preciso instante se activó la alarma en su cabeza y comenzó una busqueda frenética e histérica mientras por su mente pasaban como diapositivas todo tipo de calamidades y desgracias. A todo esto, yo seguía llamándola ("Mamá, Mamá, Mamá...") con la única intención de acabar de volverla loca. Miró en todas las habitaciones, debajo de las camas, dentro de los roperos, incluso abrió la tapa del váter. Al final, decidió mirar en el salón aunque la puerta era corredera y era prácticamente imposible que yo la hubiese podido abrir. Y resulta que cuando abrió la puerta con tal fuerza que temblaron las paredes de toda la casa, allí estaba yo. En la gran mesa redonda del comedor, en el centro, justo en el centro, muerta de risa y contentísima de que al fin me hubiesen encontrado. Sin poder dar crédito, mi madre empezó a llorar de nuevo.

Puede dar la impresión de que mi madre es una llorona y, ahora que lo pienso, puede que lo sea. Porque no solo lloró el día que aprendí a caminar; también lloró el día que me subí a una silla y me asomé a la ventana en pañales y a grito pelado empecé a llamar al conserje para saludarlo; y el día que descubrió que cada mañana, muy temprano, entraba en la habitación de mis padres y sigilosamente dejaba caer, una a una, todas sus joyas desde la ventana (es un deseo oculto, perverso y absurdo de ver caer todo tipo de objetos desde la alto) y el día que llegué a las cinco de la mañana y puse un calentador al fuego y me quede dormida antes de ponerle la leche y casi prendo fuego a la casa.

Probablemente no haya sido la hija con la que soñaba mi madre cuando se quedó embarazada, pero para hijos tranquilos y responsables ya tiene a mis hermanos. A mi familia le hacía falta un poco de entretenimiento y de acción y para eso vine yo al mundo. En cualquier caso, yo si tengo la madre que cualquier hija pueda desear, porque a pesar de todo, aún no me ha deseheredado ni me ha echado de casa y eso es más que suficiente.

Kendra.


Mi recomendación del día:  “La maternidad es la vocación más noble de la tierra. La auténtica maternidad es la más bella de todas las artes, la más grande de todas las profesiones. La mujer que pinta una obra de arte o la que escribe un libro que influya en millones de personas merece la admiración y el aplauso de la humanidad; pero la que críe con éxito a una familia de hijos saludables y hermosos, cuyas almas inmortales tengan ascendiente a través de las épocas después que las pinturas se hayan desmerecido y que los libros y las estatuas se hayan deteriorado o destruido, merece el más alto honor que el hombre pueda rendirle.” David O. Mckay.

¡Feliz día de la madre! A la mía en especial, que me ha dado tanto sin esperar nada a cambio y que me ha enseñado a encontrar siempre el punto cómico y divertido de las cosas, ya que sin ello, jamás habría podido contar tantas cosas aquí. 

domingo, 17 de abril de 2011

Desamores Inolvidables

Hola a todos!


Hoy quiero confesar cual Pantoja (pero sin bigote) que yo nunca he tenido suerte con los chicos. No creas que me refiero a lo que siempre se dice cuando una relación se acaba, yo no exagero; es que nunca he sido afortunada en el amor. Pero jamás. Y tu dirás que al menos, como consuelo, he de ser buena en el juego. Y créeme que si ese dicho fuera cierto, a día de hoy sería millonaria gracias a todo tipo de azares. Pero me consta que no, porque cuando fui a visitar a una amiga que estaba viviendo en Arizona y pasamos un fin de semana en Las Vegas, aquello acabó siendo la mayor quiebra conocida por el hombre. A buen seguro que el crack del 29 fue una anécdota divertida comparada con el despilfarro de dinero que se llevó a cabo allí. De modo que puedo asegurar y aseguro, que soy tan desgraciada en el amor como en el juego. Van casi a la par, como hermanos siameses.


Y si al menos supiera cual es el problema, el fallo que hace que todas mis relaciones acaben en fracasos absolutos, tendría algo por lo que guiarme. Pero es que no tengo ni idea, se me escapa de las manos totalmente. Claro que casi estoy convencida que con toda probabilidad no es culpa mía. Bueno, culpa mía si es por fijarme en imbéciles redomados. Pero dejando a un lado ese detalle, mis relaciones acaban siempre por culpa del otro. Y cuando digo otro me refiero, obviamente, al imbécil redomado. A cual peor. A toro pasado no logro explicarme qué les vi en un principio para considerarlos candidatos a lograr el pomposo título de "Hombre de mi vida". Porque seamos francas, todo hombre sobre la faz de la tierra tiende, tarde o temprano, a ser considerado digno de selección. No me digas que no: el que se sienta enfrente en la sala de espera del médico, el del coche de al lado en el semáforo o ese con el que te lanzas miraditas furtivas en la discoteca. Todo bicho viviente, dicho bicho en el término más amplio de la palabra, en un determinado momento te hará fantasear con la posibilidad de pasar el resto de tu vida con él. Perspectiva que no siempre se refleja en la realidad.


En mi vida ha habido de todo, pero sea como sea, todo siempre acaba como el rosario de la aurora. Drama, lágrimas y objetos varios volando por los aires. Los ha habido acaparadores, convertidos en un anexo de mi persona, pegados como velcro a mi piel. De esos que no paran de decirte lo guapa, divertida y maravillosa que eres cada cinco minutos, que miran al cielo con los brazos abiertos y exclaman "Dios, ¿qué he hecho para merecer a una mujer tan fantástica como ella?". Vomitivo en cualquier caso. Luego han estado los celosos con tendencia a la psicopatía que han hecho mi vida imposible durante un breve periodo de tiempo. Tan posesivos que practicamente controlaban hasta mis expresiones corporales. No exagero, hubo uno que incluso me pedía (por no decir que me obligaba) a hablar sin utilizar las manos. ¿Has oído mayor estúpidez? Todo el mundo sabe que eso es imposible. O aquel que me suplicaba que usara siempre mis gafas de leer, aunque no estuviera leyendo, solo comiendo o paseando por un centro comercial. Nunca me quedo clara la finalidad de su petición, pero sospechaba que era para que no se me viera bien la cara.


Durante un tiempo sentí debilidad por chiflados enfermizos con manías persecutorias y tics nerviosos. Hubo un chalado en especial que durante dos meses estuvo absolutamente convencido de que le seguía un detective privado contratado por su padre para saber si fumaba (tabaco). Aunque él tenía casi treinta años. El caso es que andaba siempre mirando a todo el mundo con hostilidad y no permanecía más de diez minutos en el mismo lugar, para despistar. Cuando conducía, creía que el coche que iba detrás era el del detective misterioso y cuando el pobre conductor inocente e ignorante de tales acusaciones se desviaba en un cruce, por extraño que parezca, su seguridad aumentaba y decía "Te crees muy listo, ¿verdad? Sé perfectamente cual es tu juego". Y cuando a los pocos minutos otro coche nos alcanzaba y ocupaba el lugar del anterior tras nosotros, gritaba: "¡Ajá! ¡Lo sabía! Has cambiado de coche, pero a mi no puedes engañarme!".



Y también estaban los pasotas, descuidados, olvidadizos. Que pasaban de mí, para que me entiendas. Llegaban tarde a las citas, olvidaban los aniversarios, nunca me invitaban a cenar, no me presentaban a sus amigos y cosas por el estilo. Pero, inexplicablemente, eran los que más me enganchaban. Quizá sea tan sencillo como que el hecho de que olvidaran mi existencia hacía que me obsesionaran más. Y te garantizo que no era fácil enamorarse de un chico al que cuando le decía: "¿No me notas nada diferente?", cuando me habia hecho un corte de pelo moderno y original, él me mirara con detenimiento durante unos largos minutos y al final, respondiera cosas como: "¡Eh, si! ¡Ya no llevas el piercing en la nariz! Estás mejor así". Aunque yo jamás he llevado un piercing en la nariz. Pero me sentía febrilmente atraída por ellos, por ese aire despreocupado y ausente e independiente. Escurridizos, así los definiría. Me costaba horrores convencerlos de que nos viéramos y aunque solían acceder, normalmente olvidaban el día o la hora o el lugar. Era un infierno y una tortura, pero nunca había sido tan feliz como cuando estuve con chicos así. Ahora me prendería fuego si tuviera que volver a pasar por ello, claro está.


Supongo que en algún lugar de este enorme planeta, existe un hombre medianamente normal para mí. Aunque después de haber recorrido ya medio mundo y dados los infructuosos resultados no estoy muy convencida de ello. Quién sabe, igual tendré que salir de este planeta y explorar más allá de los confines de esta civilización. Porque un hombre bueno, atento, cariñoso, amable, educado, divertido y guapo (todo en su justa medida), de seguro que es extraterrestre. Ya puestos, ni siquiera pido que sea guapo, me conformo con que sea normalito, sencillo. Puedo pasar con un chico con siete dedos en cada mano o tres agujeros en la nariz. De verdad, es preferible que sea amorfo a que sea un pirado, te lo digo yo.


Kendra.


Mi recomendación del día: No olvides que nunca que en cualquier discusión, tú tienes razón aunque no la tengas y el que intente convencerte de lo contrario (no siempre con la suficiente educación) no hace más que negar la realidad. Así que lo mejor que puedes hacer es compadecerte y mirarle con lástima. Ya recapacitará, no te inquietes. Y para quitar las penas, pásate por el blog  El Descampado Africano. Una buena perspectiva de la vida con un entrañable acento canario. Te divertirás. ¡Que discutas bien!

domingo, 10 de abril de 2011

Un Momento Para Olvidar

Hola a todos!


Sé que llevo mucho tiempo sin contarte nada. Lo siento. Pero no me lo tengas en cuenta ni me guardes rencor, tengo una razón de peso. Estaba en coma. No me malinterpretes, no he estado ingresada en un hospital y no, tampoco se trataba de un coma etílico, que sé que era lo que estabas pensando. ¿Por quién me tomas? Soy toda una profesional y el alcohol ya no me da ni resaca. No se trata de nada de eso, es que quedé con un chico. ¿No te parece suficiente?

Como todo el mundo sabe, la primera vez que quedas con un chico, por lo general, todo tiende a salir mal. Los nervios, la timidez, ese spaguetti que sale disparado cual reptil y se te restriega por la cara dejándote unos estéticos y bonitos trazos de salsa de tomate por frente, cachetes y pelo. Ya sabes, lo típico. Pues yo ya contaba con todo esto y el valor añadido de mi mala suerte y la certeza de que en otra vida fue alguien muy cruel y despiadado. Y no te creas que el chico en cuestión era gran cosa. Quizá lo digo en retrospectiva, pero supongo que es la única manera de salir adelante. Si te dijera la verdad, que era guapísimo y altísimo y fuerte y maravilloso, la realidad sería aún peor. Así que prefiero creer que en realidad ni siquiera tenía abdominales y que tenía verrugas en la espalda y cosas así. Si pienso que era espantoso y me lo creo de verdad, la situación deja de ser, aunque sea por unos segundos, menos bochornosa.

Todo empezó cuando llegué al lugar donde habíamos quedado, que aunque llegué cuarenta minutos tarde eso no fue lo peor. Una de las tiras de mis sandalias se había roto y yo tenía que andar casi arrastrando el pie, por lo que mi tarjeta de presentación estaba muy lejos de ser elegante y sofisticada como yo esperara que fuera. Y yo no tuve nada mejor que hacer que contarle la verdad con lo que pretendía ser desparpajo y frescura pero que rozó peligrosamente los límites de lo patético. Por suerte, él tuvo el detalle de no darle importancia. Y fuimos a pasear. A mí eso de pasear no se me da muy bien, más que nada, porque nunca he comprendido ese concepto. Nunca sé si debo caminar despacio, lentamente, como si no fuera a ninguna parte o, si por el contrario, debo darle un poco de brío a mis pasos y parecer alegre y vivaracha. Y ahí me tienes, dando un paso adelante y otro atrás tratando de pillar el tranquillo al asunto. Definitivamente, no fue una buena idea y hasta él se dio cuenta porque como si fuera la mejor idea del mundo, decidió que podíamos ir al cine. Y a mi el cine me aburre muchísimo. Allí no se puede hablar ni mucho menos mantener una conversación civilizada donde dar a entender que no eres una completa lunática, sino que eres un ser maravilloso y delicado con un gran sentido común y madurez y responsable y, bueno, todas esas chorradas con las que se pretende impresionar en las primeras citas. Propósito, permíteme que te diga, que se mantiene firme apenas unas semanas. Tiempo tras el cual, el periodo obligatorio se caduca y ya una puede volver a ser como siempre.

El caso es que tuve que decirle que sí porque si no habría dado a entender que soy caprichosa y malcriada. Que es exactamente lo que soy, pero él no podía saberlo aún. Así que fuimos al cine y te aseguro que no podría decirte nada sobre la película que vimos, ni siquiera el título. Solo sé que él comentó algo sobre una muy buena que acababan de estrenar y divagó brevemente sobre actores y presupuestos y cosas que no me importan lo más mínimo. No escuché las palabras comedia, romántica o Brad Pitt, por lo que la película no merecía siquiera que pagara la cantidad astronómica que, naturalmente, él pagó por las entradas.

Y donde todo se fue básicamente al garete, fue en esa sala infernal, gélida y oscura. La película, un tostón y mi acompañante, un conversador bastante difícil. No había manera de sacarle una sola sílaba, por lo que todo el peso de la conversación recayó sobre mí. Y no creas que me importó. Qué va, en abosoluto. Se me da muy bien esa tarea. Y lo hice lo mejor que pude, debo reconocer. Quizá no es políticamente correcto o aceptable hablar en el cine, pero ¿qué otra cosa podía hacer? No me había comprado ni una triste barrita de Lion porque tuve la osadía de mentir diciendo que no me gustaba para nada el chocolate. Así que no tenía con qué distraerme.

Cuando habían pasado al menos cuatro horas de abominable película y yo estaba enfrascada en una interesante conversación (unilateral, sobra decir) acerca de las ventajas e inconvenientes de los zapatos de tacón en la vida cotidiana, resulta que un agradable señor de la fila de atrás se me acercó y me dió unos toquecitos en el hombro. Cuando me giré y le ví, lo primero que pensé fue que la película debía ser realmente atroz para que la tercera edad estuviera interesada en verla. Por entonces, mi acompañante parco en palabras, ya me había empezado a caer un pelín mal. "Es usted una muchacha demasiado bullanguera y veleidosa", me susrró entonces el señor. Absolutamente enternecida, le miré toda dulzura, y le sonreí casi beatificamente. "Muchas gracias, señor, es usted muy amable", le respondí. Es exactamente lo que me escribe mi madre en las tarjetas que me regala por mis cumpleaños. A veces varía un poco y escribe "jaranera y veleta", pero siempre en la misma línea: cariñosa y sobradamente orgullosa de mí. Pero me parece que el señor no me entendió bien, porque al punto se levantó indignado y algo escandalizado y bajó aquellas escaleras diminutas y tremendamente incómodas como alma que lleva el diablo. Estupefacta, traté de recuperar el hilo de la conversación y continué hablándole a aquel perfil perfecto y divino.

Y no te vas a creer que diez minutos después volvió a aparecer el agradable viejecito. Me alegré mucho de verle, porque quería explicarle lo que le había dicho para que lo entendiera bien. Pero entonces me señaló y me atrevería a decir que estaba furioso. Se acercó a mí un hombre con pajarita, que solo por eso, no me debía haber tomado la molestia ni de mirarle. Me dijo que había recibido quejas sobre mi actitud y que estaba molestando a los demás clientes de la sala. "¿Quién, yo?", pregunté atónita. "¿Está usted seguro?" Y entonces dije lo que dice cualquier persona a la que mandan a callar en el cine, por norma general: "Pero si yo no he hablado" y además, tal y como indica el protocolo, me mostré de lo más inocente y asombrada dando a entender que era la idea más ridícula y descabellada que ha tenido alguien jamás. Y lo que ocurrió a continuación es demasiado embarazoso y desagradable como para contártelo. Solo te diré que mi cita acabó poniéndose del lado de todas aquellas treinta y cinco personas que me atacaban y me injuriaban. No me volvió a llamar, pero me queda el consuelo de saber que ni él ni ninguno de los demás se enteró jamás del final de la película, si es que tenía un final aquella basura.Yo particularmente, me presto a una buena discusión que incluya grandes aspavientos y amenzas veladas con todas las personas que vienen a interrumpir una buena e interesante conversación, cuando soy yo la que debería estar molesta porque ese cacharro tiene el volumen a una potencia de dieciocho mil millones de voltios y me veo obligada a elevar varias octavas el tono de mi voz para hacerme escuchar por encima de tanto jaleo.



Kendra.


Mi recomendación del día: Más vale que te fijes muy, pero que muy bien, en el tiempo que hace antes de salir de casa. Porque puede que decidas salir sin una triste rebeca y apenas diez minutos después empiece a llover a cántaros como no has visto llover en tu vida. O que te de por coger tu chaqueta de cuero con capucha de pelo el día que la ola de calor ha decidido llegar a la ciudad y pasarás tanto o más calor llevándola a rastras todo el día que si la tuvieras puesta. ¡Que te asegures bien!