martes, 8 de marzo de 2011

Cal y Arena

Hola a todos!

Por obra y gracia de toda mi corte celestial de dioses al completo, toda mi vida ha sido una especie de balanza oscilante que se tambalea indecisa entre lo bueno y lo malo. Cada cosa buena que me ocurría, solo era el precendente de un desastre inevitable y grotesco. Si me gustaban unos zapatos, no había de mi número "ni en ésta, ni en ninguna otra tienda sobre la faz de la tierra"; si me encontraba con ese chico tan guapo inesperadamente, el rímel se me había derretido cara abajo otorgándome el grácil aspecto de un dulce oso panda; si llegaba tarde a alguna cita, mis amigos ya habían entrado al cine sin mí.

Y si rogaba y suplicaba con todas mis fuerzas que mis padres me compraran unos zuecos rojos que hacían un ruido espantoso al caminar, ¡mis padres me los compraban! Sí, después de llorar y sufrir por tener unos zuecos rojos, finalmente, estaban en mis pies. No cabía en mí de felicidad, siempre que podia me los ponía. Siempre que podía excepto en casa. Mi madre no me dejaba. Me decía que cuando caminaba con los zuecos dentro de casa parecía que se acercaba el fin del mundo y que probablemente los vecinos podían ver la casa temblar desde fuera.

Pero poco me importaba a mí eso. Tenía mis zuecos y eso era lo que más me importaba. Aunque mi hermana tuviera unos azules, nada podía minar mi alegría en esos momentos. Ni siquiera que incluso a mi hermano también se los hubieran comprado. Yo era feliz y, en retrospectiva, me atrevería a decir que era la única. Mi hermana se quejaba de que le hacían gallinas en los talones a pesar de que los zuecos eran abiertos por detrás. Tal era su desesperación ante la idea de llevarlos puestos alguna vez. En una ocasión, la escuché rezando para que le crecieran los pies.
Y mi hermano, simplemente, había recurrido a una técnica tan hábil como absurda. Nunca tuvo muchas luces, todo hay que decirlo. Pero desde que los zuecos hicieron su aparición en nuestra humilde morada, se limitó a fingir que no tenía pies. Él lo vio muy claro en ese momento, al menos en su cabeza.

Pero a todos nos ha pasado eso alguna vez, ¿no? Me refiero a cuando una idea o concepto es lógica y sencilla en tu cabeza y basta que la transformes en palabras y salga de tu boca para que se convierta en la mayor estúpidez dicha nunca por el hombre. ¿A que sí? Dime que esas cosas no me pasan solo a mi. Es un proceso extraño que se repite continuamente en mi existencia. Una vez que la idea es procesada por el lenguaje verbal, adiós al sentido común. Como cuando yo le dije una vez a mi cuñado que probablemente tenía frío porque últimamente no estaba haciendo ejercicio. Yo obvié alegremente el hecho de que tenía frío porque era seis de diciembre y estábamos de vacaciones en Alemania. Pero puedo jurar que cuando lo pensé tenía sentido. Le agradeceré eternamente que no se riera en mi cara. Esto me ocurre mucho más a menudo de lo que estaría dispuesta a reconocer.

El caso es que por fin tenía en mis pies los tan codiciados zuecos rojos que tanto había anhelado y aunque con el tiempo (no tanto tiempo, pero se trata de mí al fin y al cabo) estaban hechos una piltrafa, estropeados y llenos de manchas, yo los lucía como si fueran unos Manolo Blahnik y me venían igual de bien para un paseo de domingo que para ir a la playa. No quería quitármelos bajo ningún concepto, a pesar de que mi madre me obligaba a quitármelos en la puerta de casa cada día y murmuraba cosas como "tiemblan los cimientos como si esto fuera Japón". Y aunque mis hermanos me miraban resentidos y me odiaban en secreto, ellos no podían entender de ninguna manera que no era mi culpa que los zuecos tuvieran una oferta de tres por dos cuando mi madre los fue a comprar. Yo solo quería unos zapatos, no destruirles la vida.

Aquel verano fue sencillamente glorioso, espectacular. Pero la gloria y el espectáculo vinieron de la mano de ese desastre inveitable y grotesco. Yo no me merecía la felicidad que aquellos zuecos habían traído a mi vida, así que debía ocurrirme una fatalidad para que el equilibrio del universo se recuperara.
Casi como cada día, fuimos a la playa y yo aprovechaba para hacer resonar mis tacones de madera por todo lo largo y ancho de la avenida. A fuerza de tanta pasarela, había descubierto que los zuecos sonaban mucho más si caminaba sobre las baldosas de mármol en lugar de las baldosas de cemento. Y allí que me lancé yo con seguridad y un poco de chulería incluso. Sabía que ese claqueo insoportable me infundía respeto y grandeza.

Quiso la mala suerte (o los de allá arriba), que la franja de baldosas de mármol estuviera en el borde de la avenida y que esa seguridad y grandeza que yo me atribuía se me subieran a la cabeza. Caminaba tranquilamente por la banda más próxima a la playa, con la cabeza alta y contemplando a los bañistas cuando sentí que el zueco se ladeaba al borde de la avenida. No quise sentirlo, me negué desde lo más profundo de mi alma a sentirlo. No podía estar pasando esto. Otra vez.

Solo te diré que la distancia desde donde yo me encontraba hasta la playa era más o menos de un metro y te diré también que recuerdo perfectamente el momento del descenso, como si hubiera ocurrido a cámara lenta. Sentí que caía, despacio, mientras mis tobillos y la parte interior de mis muslos se restregaba con ahínco contra el borde afilado del mármol y tenía la desagradable certeza de que tarde o temprano aquella caída llegaría a su fin. Pero cuando esto ocurrió, contra todo pronóstico, lo único que pude sentir fue que me quemaba. La arena de aquella playa, un soleado día de agosto, no era otra cosa que lava ardiente que se me colaba por cada poro de mi piel, escaldándome las heridas recién hechas y abrasándome de arriba a abajo.

Me levanté como si me hubieran dado con un atizador en el trasero, cual suricato avistando enemigos y descalza (los zuecos habían saltado por los aires pero poco me importaba este dato en ese momento) ejecuté una bella danza sobre la arena, que consistía en dar brinquitos mientras pasaba el peso de un pie a otro y evitaba levantarme la primera capa de piel de mis plantas de los pies, mientras buscaba desesperadamente una escalera hacia la que correr y regresar al frescor de tierra fime cuanto antes.

Mi familia contempló el espectáculo, muda y desconcertada, tratándo de asimilar el hecho de que un segundo antes caminaba junto a ellos y un instante después había sido absorbida por ese horno. Recuerdo la verguenza, el dolor, la quemazón, el odio hacia mis zuecos rojos. Pero recuerdo, sobre todo, lo único que se le ocurrió decir a mi padre para ayudarme:
- ¡Muchacha, que el agua está más abajo!

Kendra.

Mi recomendación del día:  La mujer tiene un solo camino para superar en méritos al hombre: ser cada día más mujer. (Angel Ganivet)
Y otra de regalo:
¡Porque yo lo valgo! (L´Oreal)
¡Feliz día de la mujer!

1 comentario:

kiara dijo...

De nuevo nos sorprendes a todos con tu manera de Entremezclar temas, y dar un enfoque divertido a tu infancia, jajaja yo también he afirmado estupideces con la misma seguridad como si estuvieran escritas en un libro sagrado, y entre más me contradicen crece mi firmeza al afirmarlo, tarde o temprano terminan creyendo en ello, es lo que hacen los cientificos con el tema de la evolución , oye , y tan bien que les va.