jueves, 24 de marzo de 2011

Entrevista Incierta

Hola a todos!

Aún recuerdo mi primera entrevista de trabajo como si hubiese sido hoy mismo. Un desastre. Mi padre me obligó a buscar un trabajo si quería seguir con mis excursiones por el mundo porque él no pensaba pagarme ni un solo billete más. Así que, asustada y temerosa, me senté delante del ordenador y redacté mi curriculum. Y cual fue mi sorpresa cuando me di cuenta que aparte de mis datos personales, no tenía nada más que aportar. Pero ni corta ni perezosa, hice lo que haría cualquier persona en mi situación: mentir descaradamente. Para empezar, y ya que había viajado mucho, hice un recuento de países y apunté todos y cada uno de los idiomas de cada uno. Sobra decir que yo del bahasa no tenía ni idea aunque había estado dos veces en Indonesia, pero no le dí la más mínima importancia a ese pequeño detalle. Con todo, la lista era interminable porque me tomé la molestia de incluir dialectos y lenguas muertas. Lo importante era hacer bulto. Y en cuanto a experiencia laboral, había llevado a cabo un astuto plan. A saber, que si incluía trabajos en otros países, no habría forma de demostrarlo y eso sumaba muchos puntos a mi favor. A pesar de que yo lo más parecido que había hecho a trabajar durante mis viajes era hacer la cama del hotel y llenar las botellas del minibar con agua del grifo. Pero algo me decía que no era aconsejable mencionar esto en el curriculum.

Puse de todo. Desde camarera hasta secretaria de una importante compañía de Tombuctú pasando por recepcionista y cajera de supermercado. Todo me parecía poco y como la mentira tiene el mismo efecto que comer chocolate, una vez que empecé ya no podía parar. El resultado final fue un curriculum de cinco folios y una foto preciosa que me había sacado en una playa de Grecia y que había adjuntado al documento a tamaño completo, para que se vieran bien las vistas, y ni una sola sílaba sincera. Así pues, ya estaba lista para subirme al tren laboral. Después de dos semanas de idas y venidas por toda la ciudad, había entregado casi doscientos curriculums (mi padre me pasó la factura de los tóner que había tenido que comprar después de dejar la impresora seca como el desierto del Sáhara) y ya podía sentarme tranquilamente a esperar que sonara el teléfono.

Y aunque no sonó tan pronto como esperaba, cuando lo hizo valió la pena la espera. Una importante empresa internacional me había seleccionado y me citaban dos días después para una primera entrevista. Los dos días se me hicieron pequeños, con la cantidad de preparativos que tenía que llevar a cabo para tan fastuoso acontecimiento. Desde el mismo instante en que colgué el teléfono, empecé a acicalarme. No podía perder ni un segundo. Y cuando llegó el gran día, se podía decir que, simplemente, estaba espléndida. Obligué a mi padre, fiel devoto de la Virgen del Puño Cerrado, a llevarme en coche. Y aunque me costó convencerlo, él sabía perfectamente que le convenía invertir su tiempo y su dinero en la causa. Cuando salimos de casa iba refunfuñando sin parar, pero yo apenas le escuchaba. Y no por orgullo ni soberbia, nada que ver. Es que, literalmente, no podía escucharle porque toda yo era un claqueo constante y escandaloso. Pulseras, collares, uñas postizas, pendientes, cadena del bolso y tacones formaban una acompasada y melódica comparsa carnavalera. Me pareció que la ocasión requería un poco de clase y elegancia y decidí comprarme un traje oscuro de falda recatada pero femenina por la rodilla y una chaqueta entallada de cuello sastre con solapa. Y para remetar, me hice un moño alto. Pensé en comprarme unas gafas para darme un toque intelectual y distinguido, pero no quería abusar de mi suerte. ¡Daba gusto verme! Rezumaba sobriedad por todos los poros de mi piel.

El edificio me acobardó con solo mirarlo. Era altísimo y moderno, todo lleno de grandes cristaleras y mucho hierro. Era como un gigante a punto de devorarme. Y, de hecho, si conseguía el trabajo, así sería. Aunque intenté convencer a mi padre de que me esperara, no tuve suerte esta vez y aún no había puesto un pie en la acera y ya estaba arrancando para huir despavorido. Mientras intentaba recomponerme después de prácticamente salir despedida del coche, me gritó por la ventanilla: "¡Por lo que más quieras, no dejes salir tu verdadero yo!" Estupefacta y desconcertada, me alisé la falda y atravesé las grandes puertas de cristal que se abrieron para mí, dándome la bienvenida. Y ese fue el preciso instante en que todo dejó de ir sobre ruedas.

Me anuncié a una recepcionista que, aunque solo tenía doce años (o al menos era los que aparentaba), se desenvolvía perfectamente. Me llevó a una sala y me pidió que esperara a que me llamaran. ¡Y aquello estaba lleno de gente con carpetas y trajes y maletines! Menuda decepción, yo no tenía carpeta. Pensaba que con mi bolso de Prada era suficiente. Haciendo acopio de valor, saludé con una sonrisa temblorosa y me senté. Ocho horas después se dignaron a llamarme. La sala se había quedado vacía y solo quedábamos tres chicas y nos lanzábamos continuamente miradas de ánimo y hostilidad a partes iguales. Cuando entré en el despacho, lo primero que me llamó la atención fue una estantería de Ikea que yo había visto en un catálogo pocos días antes. Y entonces todo empezó a decaer a un ritmo vertiginoso.

El desagradable señor que tenía enfrente tuvo el descaro de no creerse ni una sola palabra de mi curriculum y no ayudó el hecho de que yo casi balbuceara y tartamudeara para responder a sus preguntas trampa. Y entonces me dijo que le parecía demasiado joven para tener tanta experiencia y que le parecía que no era posible aprender tantos idiomas en tan poco tiempo. "¿Me está llamando mentirosa? ¡Qué descaro!", le espeté furiosa. Mi moño había empezado a oscilar ligeramente hacia un lado y se me habían salido algunos pelos, lo cual me daba un aspecto de chalada que solo reforzó la imagen que aquel estúpido tenía de mí.

No hace falta que te diga que no me dieron el trabajo. Aunque habría tenido alguna posibilidad si antes de salir como alma que lleva el diablo de aquel despacho, no le hubiese robado una botella de coñac carísimo que había en una mesita junto a la puerta y él no hubiese intentado detenerme y confiscarme la botella y en el forcejeo yo no le hubiese tirado el peluquín de la cabeza. Fue una serie de desafortunados incidentes que no hicieron más que empeorar la situación. Y lo peor de todo es que tenía que volver a casa en taxi.

Solo de camino a casa, un pensamiento se abrió paso en mi mente: no había conseguido el trabajo. Y lo inexplicable de esta constatación me dejó aturdida y deprimida. No me quedaba otro remedio que salir esa noche con mis amigas para superar el disgusto.

Kendra.

Mi recomendación del día: Para abrir una lata son importantes dos cosas: no agitarla y no tener uñas largas o, en su defecto, postizas. El resultado puede ser catastrófico y si además unes los dos factores, será seguramente, un lamentable espectáculo. Para cuando consigas quitarte el pegote de la bebida de la cara, la uña en cuentión habrá desaparecido siendo imposible su recuperación. Y el ridículo que haces es insuperable, ni más ni menos. ¡Que abras bien esa lata!

1 comentario:

Anónimo dijo...

Jajaja! Si hay alguien que se merecía ese trabajo eras tú..quién es capaz de elaborar un curriculum como el tuyo a base de puras mentiras?? Es un verdadero reto! Para la próxima, más suerte!

Sigue así!