lunes, 21 de marzo de 2011

Inexplicable Infancia

Hola a todos!


Siempre me ha gustado hacer una merendola en un parque y llevar de casa un mantelito de cuadros rojos y blancos y la comida en una cesta de mimbre con dos tapas que se abren individualmente. Supongo que tendré que comprar todo esto, porque en mi casa no abundan este tipo de objetos. Y de comida, pues muchas manzanas y una tarta de arándanos con una pinta estupenda. Y lo mejor de todo es que podré pasarme horas de picnic sin que ninguna mosca ose acercarse por ahí. Ni moscas, ni hormigas, ni abejas ni cualquier otro bicho que normalmente está ahí para que tú tengas que espantarlos a base de manotazos, pisotones y algún que otro movimiento de cabeza especialmente brusco.
Es como mi sueño frustrado de tener una casa en el árbol. ¿A que tú también querías una? No fuiste niño si no codiciaste una casa en el árbol con todo tu corazón.


Me recuerda a ese concepto de mi infancia, que inexplicablemente, me hacía mucha ilusión: La Meriendacena. Cada vez que mi madre me decía que ese día haríamos meriendacena me entusiasmaba de tal manera que mi alegría podía verse desde el espacio exterior. Si hubiese existido el google earth, se habría localizado facilmente ese halo de dicha que yo sentía. Y aún no se por qué. Te estás saltando una comida. No tiene sentido ninguno.
Algo de mi infancia que tampoco entenderé jamás era ese pánico desmesurado que se apoderaba de mí cuando se me quedaba el dedo/mano/cabeza atascado en cualquier objeto y no había forma humana de poder sacarlo. Esa sensación de que jamás volvería a recuperarlo o que tendría que andar siempre con el objeto en sí atascado en mi dedo, es difícil de olvidar. A mi personalmente se me han quedado atascadas muchas partes de mi cuerpo en los más diversos objetos. Lo que más, la cabeza.

Una vez, había ido con mis padres a visitar a unos amigos. Y, lógicamente, mi aburrimiento era tal, que a la hora de marcharnos estaba que me subía por las paredes. Ya en la puerta, en esas despedidas que se pueden alargar por días tranquilamente, no se me ocurrió otra cosa que ponerme a jugar en las escaleras del porche de la casa. Y jugando al step y al avión que se estrella cuando se cae del último escalón, me pregunté: ¿Y si meto la cabeza entre los dos barrotes de esta barandilla de balaustres? El peligro fue lo último que ví. Y como me pareció una idea estupenda y todos los adultos que estaban a mi alrededor pasaban olímpicamente de mí, procedí a introducir mi cabeza entre los barrotes blancos. La diversión duró apenas unos segundos, basicamente, porque aquello de divertido no tenía nada. Así que, intenté salir. ¡Pero me había quedado atascada! Los barrotes se cerraban sobre mis orejas cada vez más y ejercían una presión sobrehumana en mi cabeza, que pensé que estaba a punto de explotar. Vi mi vida pasar ante mis ojos y me sorprendió que los demás no estuvieran llamando a los bomberos para liberarme. Yo empujaba con todas mis fuerzas, pero solo conseguía atascarme más. Lo que más me preocupaba en ese momento era la bronca que me iban a echar mis padres cuando los bomberos tuvieran que echar abajo los balaustres de sus amigos. Y entonces pensé en lo peor de todo. ¿Cómo pensaban romper el yeso sin partirme la cabeza a mí también? Mi mente trabajaba a mil por hora mientras a mi alrededor todos era normal, nadie se percataba del peligro que estaba corriendo con mi cabeza incrustada y aplastada y proximamente resquebrajada. Y entonces, ví la luz. Milagrosamente me día cuenta que aquellos barrotes malditos tenían forma de barriga, es decir, se ensanchaban al llegar a la base. Lo cual quería decir que si subía ligeramente mi cabeza hasta la parte menos estrecha podría sacarla. Y así fue. Una vez que el peligro hubo pasado, reconozco que me avergoncé profundamente de mi estupidez.


Y la segunda vez que estuve a punto de morir por atascamiento, todo ocurrió en un escenario muy diferente. Para añadir más terror e intriga, te diré que estaba bajo el agua. Estaba yo de vacaciones con mi familia en un hotel y una mañana, pasando el día en la piscina, ocurrió el desastre. La piscina conectaba  con la charquita de los niños pequeños a traves de unas pequeñas columnas que quedaban debajo del agua. Y entonces vi que una chica, ágil como una gacela, pasó de una piscina a otra a través de ellas. ¡Yo también quería hacer eso! Y bendita inocencia que me mantenía por entonces a salvo de cualquier idea o concepto sobre la gordura o los michelines. Me zambullí en el agua y me dirigí a las columnas, feliz y dichosa. Y todo fue bien hasta que mi barriga se quedó atascada. Ahí volví a ver mi vida entera pasar ante mí, mientras yo, presa del pánico, intentaba remediar aquel gigantesco error retrociendo inmediatamente. Pero sí, lo has adivinado, me había quedado atascada de nuevo. Traté de hacer palanca con mis brazos, impulsándome hacia atrás, pero sin resultado. El oxígeno empezó a faltarme y mi desesperación aumentaba por segundos. ¿Cómo iba a salir de allí con vida? En esta ocasión, lo de los bomberos no me pareció tan terrible. Si conseguía racionar el poco aire que me quedaba hasta que llegaran, me daba por satisfecha. Y mientras yo seguía empujando, intentando librarme de una muerte inminente. Y entonces, con un sutil efecto ventosa que formó una burbuja del tamaño de mi cabeza, de repente salí. ¡Era libre! Cuando nadé a la superficie y respiré de nuevo, me sentí más viva que nunca. Sensación extrasensorial que se vino abajo cuando me percaté de que nadie había advertido mi ausencia. Y eso que debía llevar horas ahí abajo.


Luego están los dedos atascados en las tapas de boli, en las botellas y en los anillos. O las manos o pies atascados en las espalderas de un gimnasio o en las máquinas dispensadoras de bebidas. Y te puedo asegurar que la angustia que se siente es exactamente la misma en cualquier caso. Puedes creerme.

Kendra.


Mi recomendación del día: Si alguna vez te paran esos prepotentes de la policía o la guardia civil (nunca los he diferenciado) para hacerte un control de alcoholemia, lo mejor que puedes hacer es poner al mal tiempo buena cara y cuando él te diga "sople, por favor", tú cierras los ojos y pides un deseo. No cuentes con que si sale positivo se te cumplirá, porque está claro que la suerte no es lo tuyo. ¡Que lo soples bien!

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